Inocentes ataduras

Capítulo cuatro (1ra parte)

Capítulo cuatro: El mensajero de Dánae


Nirvana

Esto tenía que ser una mala jugada de mi revoltosa mente. 

¿O es que acaso de verdad había un espectro horripilante hablándome cara a cara?

—Nirvana. —Si es que era una alucinación, definitivamente no lucía como una.

Estiró uno de sus dedos en mi dirección y golpeé contra la pared detrás de mí cuando quise retroceder.

La ventana había quedado entreabierta. 

Tenía dos opciones: 

1: Gritar por ayuda a mi madre.

O  2: Saltar por la ventana y correr como si mi vida dependiese de ello.

La número uno no era viable. Había 99,9% de probabilidades de que mi madre saliera corriendo y me dejara morir a manos de esta cosa.

Y la segunda... La segunda era aún peor.

¿Correr al bosque a mitad de la madrugada, con una cosa que de seguro era mas rápida que tú, persiguiéndote? 

Solo un estúpido haría tal cosa.

Y yo era estúpida.

Pero no a ese nivel.

Solo me quedaba la tercera opción.

Me despegué de la pared con las piernas temblando del terror y el frío que esta cosa emanaba, e hice lo que todo ser humano racional haría:

—¿Tú eres el culpable de que mi hechizo no funcionara? —La pregunta salió de mi boca con tono acusatorio y el espectro me miró como si fuera la cosa más estúpida que hubiese conocido.

—Calla y escucha con atención, humana... —Mis ojos se abrieron de la impresión cuando la voz del espectro me produjo un escalofrío que llegó hasta mis huesos.

Su voz era extraña... Como si le costase hablar, algo así como si un zombie intentara hablar; pero al mismo tiempo, su tono era seguro e intimidante.

Era oscuro.

Y yo estaba por hacerme en los pantalones del miedo.

Me encogí en mi lugar cuando dio un paso en mi dirección y prosiguió:

—Vengo en nombre de mi señora de las tinieblas, Dánae, para informarte del pacto que ha sido sellado en su nombre y gracias a su misericordia —habló detenidamente y a pesar de que estaba muerta del miedo, intenté centrarme en lo que decía, ya que hablaba sobre el hechizo.

—Sí, sí —respondí, de repente más animada. Tal vez él me diría cuándo haría efecto el hechizo—. El trato fue la ofrenda de reconocerla como la señora del infierno, a cambio del amor de Ezra Brown, ¿no?

El espectro me miró con esos ojos impregnados de vacío y oscuridad y negó con la cabeza.

—¿Disculpa? —Mi ceño se frunció en confusión—. ¿No era ese el trato que hice con Dánae?

—¡Señora de las tinieblas! —Me corrigió con un gruñido que me hizo querer salir corriendo nuevamente—. Ten más respeto, inmundicia terrenal.

—¡Ey! —dije ofendida.

¡Qué grosero!

—Ese no es el pacto que mi señora selló —concluyó y sentí que todo me daba vueltas.

Tuve que sostenerme de la pared para no caer.

—¿Y cu-cuál es el pacto que Dan-tu Señora selló? —pregunté con voz temblorosa.

—Humana estúpida —soltó algo parecido a una risa burlona y se acercó todavía más a mí.

Su oscuridad me asfixiaba.

Esta vez habló con detenimiento. Lo que sea que fuera a decirme, él pretendía que se me grabase a fuego en la mente.

—Ve despidiéndote de tu amado, humana, porque gracias a ti ahora su alma le pertenece a mi Señora, y vendrá a reclamar lo que es suyo en noventa días. Tienes hasta entonces.

Y así como vino, se fue sin dejar rastro.

Por favor, que esto fuera una pesadilla.

Por favor, que esto fuera una ilusión creada por mi mente.

Por favor, que fuera cualquier cosa menos la verdad.

¿Qué fue lo que hice?

***

Al día siguiente me levanté a una hora que jamás en mi vida había logrado levantarme.

Eran las seis con treinta de la mañana cuando agarré una manzana del frutero del mesón de casa y salí disparada como un rayo hacia la casa de Ezra.

Mi madre corrió una cuadra completa para saber dónde demonios iba.

Entre gritos y pedazos de manzana voladores le dije que llegaba tarde a una reunión con compañeros del instituto por un proyecto escolar.

Como de costumbre, me gritó a la lejanía que me secuestraría el celular una semana más.

Me acomodé la bolsa de tela donde llevaba el libro de hechizos para enseñarle a Ezra y algunas golosinas para disculparme, luego de contarle que había entregado su alma a una deidad muy poderosa, que vendría a llevarse su alma en tan solo tres meses.

Porque no había nada que unos chocolates no arreglasen, ¿cierto?

Seguí el trayecto de unos veinte minutos caminando que separaban su casa de la mía.

Al ser un pueblo pequeño todos conocíamos la casa de todos. 

No es que fuera alguna clase de acosadora o algo.

Llegué al jardín delantero de la casa. 

Su familia era una de las familias mejor acomodadas en todo el pueblo. Por lo que su casa era del doble del tamaño de la cabaña donde vivía con mi madre.

Esta era más bien de un estilo victoriano-americano. De color marfil casi por completo, tejados altos, al igual que las columnas que formaban el pórtico.

El auto de su padre y el suyo estaban estacionados al pie del garaje.

Me armé de valor después de unos segundos y crucé el caminito libre de césped que llevaba a la puerta de su casa. Subí el pórtico y estaba por tocar al timbre cuando, de nuevo, me acobardé.

¿Qué tal si le contaba a todo el instituto que había intentado hechizarlo para que se enamorase de mí?

¿Qué tal si sus padres oían todo y me exorcizaban por creer que era una bruja?

¿Qué tal si llamaba al sheriff del pueblo y me llevaban detenida?

Comencé a hiperventilar sin darme cuenta, hasta que una voz infantil me sacó de mis catastróficos pensamientos.




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