Insomnia

2

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Lu

«Envuelto en luces y sombras, oscuro… invisible…

admirable… intocable.

Tan lejano en su realidad más material.

Las estrellas en el firmamento parecían antorchas heladas».

Doce años después

Una luz cegadora surgió entre la oscuridad de la noche. Las dos chicas no podían ver nada más allá de la luna del vehículo. Aquel destello aumentaba su tamaño a cada segundo. Se acercaba deprisa, como un rayo en una tormenta.

—¡Pítale! —gritó Lu y apartó una de las manos de su amiga Alba del volante.

Alba presionó el claxon del automóvil.

—¡Por Dios, Lu!

—Cállate —gruñó—. Nos íbamos a estrellar.

—¡No hacía falta que hicieras eso! —vociferó Alba. Se tomó un segundo para respirar y continuó—: Qué susto… Hay gente que no debería de tener carnet de conducir.

—Como tú —bromeó.

—Es por aquí, ¿verdad?

—No, la siguiente a la derecha —corrigió Lu algo más calmada. Se recolocó en el asiento y continuó—: Gracias por acercarme, no me apetece andar tres manzanas con las maletas encima —explicó mientras sacaba el teléfono móvil de su mochila marrón.

—A lo mejor deberías pensar en alquilar un garaje.

—¿Me lo pagas tú?

—Tus padres podrían ayudarte.

—¿En serio? —arqueó las cejas.

—Por preguntarles no pierdes nada.

—Tiempo —respondió—. Llego tarde. —Cambió de tema mientras miraba el teléfono.

—¿A qué hora habías quedado con la propietaria?

—Hace cinco minutos. —Ladeó una fugaz sonrisa.

—Te dije que saliéramos antes. Tienes que llegar siempre tarde, ¿verdad?

—Sí —asintió—. Es al final de la calle, el número… —Buscó en el interior de la mochila hasta encontrar un pedazo de papel blanco, y expresó—: 27, 2ºB.

Alba aparcó el pequeño automóvil rojo en un hueco entre dos furgonetas, frente a una señal de vado permanente. El teléfono de Lu comenzó a sonar.

—¿Es que no le vas a coger el teléfono a tu madre?

—Sí, luego, más tarde. —Rechazó la llamada.

—¿Aún no habéis hablado?

—No, ya habrá tiempo.

—Han pasado dos meses, estas cosas hay que hablarlas.

—¿Cómo llevas tu examen?

Alba puso los ojos en blanco y respondió:

—Pues lo llevo bastante bien.

Alba se ofreció a ayudarle a subir las maletas, pero Lu prefirió que se marchara de allí antes de que algún policía, con ansia recaudatoria, reconociera su coche mal aparcado. A esas horas ya no había ni un alma caminando bajo la noche, que, de nuevo, amenazaba tormenta. El perfume a asfalto mojado, cemento caliente y nubes pegadas inundaba el aire. Lu se detuvo unos segundos para saborear el momento. Había esperado ese día desde que tenía quince años, incluso había intentado conseguir la emancipación por esos tiempos, pero la consideraron demasiado inmadura para dársela. Aun así, no se dio por vencida, terminó la secundaria por darle el gusto a su madre, Gosia, y tan pronto como le fue legal empezó a trabajar. De nada sirvieron los esfuerzos de Gosia por demostrarle que estaba equivocada; llevándole a la granja de pollos de su tío, al matadero del pueblo o a trabajar durante tres meses haciendo camas en la casa rural de Pontales de Oliva.

«No me voy a quedar a trabajar aquí», le dijo Lu en su último día como aprendiz de empleada del hogar. «¿Crees que no sé lo que intentas? Quieres que me asuste y salga corriendo de nuevo al instituto. Ya he dejado mi currículum en una tienda de animales en la ciudad, voy a trabajar allí, se me dan bien los animales, me buscaré un piso que no esté muy lejos y vendré a visitaros los fines de semana», vaticinó. Lu no era una persona testaruda, no por lo general, pero en contadas ocasiones se le metía algo en la cabeza que nadie lograba sacar. Era como un chicle pegado en su pelo, imposible de despegar sin usar tijeras. Unas tijeras muy grandes y afiladas.

Con la mochila colgando de un hombro y las dos maletas en el aire, caminó hasta el portal de su piso. La acera que bordeaba el edificio era estrecha, transitable para apenas dos personas. Observó un instante la fachada del edificio, poco apetecible y con grietas que adornaban el alféizar de las ventanas. Sacó las llaves de uno de los bolsillos de sus pantalones de lunares y subió los tres escalones de piedra. Empujó con un hombro la puerta mientras tiraba de las dos pesadas maletas. Ya frente al ascensor, dejó caer los bultos sobre las baldosas de un gris parduzco, recolocó su cabello, dio un paso hacia la derecha y se miró en el enorme espejo del pasillo de la entrada. No era una chica del otro mundo, su estatura entraba dentro de la media y sus ojos eran marrones y ovalados. Su cabello, de un castaño brillante, se ondulaba ligeramente y caía sobre los hombros. Sus cejas, notablemente pobladas, desviaban la atención de su diminuta nariz.

Revisó el reflejo de su rostro inexpresivo y luego puso mala cara. Se restregó el rímel que se había extendido bajo sus pestañas y se situó de nuevo frente al ascensor.

«Son solo dos pisos», se dijo. Se encogió de hombros y caminó hacia las escaleras.

Había pasado la primera planta cuando tras ella subió un joven con urgencia. Apenas le dio tiempo a advertirle. La empujó y siguió subiendo los escalones como si se le fuera la vida en ello.

—Será imbécil —murmuró mientras recogía las maletas desperdigadas por el suelo. Suspiró profundamente—. Bien…, muy bien.

Continuó hasta la puerta del apartamento maldiciendo a aquel individuo que le había arrollado como quien aparta una piedra del camino.

Y por fin, allí estaba, tal y como lo había imaginado, con dieciocho años, sus maletas y delante de su nueva casa. Suya y de nadie más, excepto de la propietaria, claro, más le pertenecía por un tiempo a cambio de una pequeña cantidad de dinero al mes. Una ganga, podría decirse, excepto por el pequeño detalle de que el piso tenía tantos años como su difunta abuela.

No encontró a nadie esperando, por lo que golpeó la puerta. El eco de los golpes inundó el amplio y vacío pasillo de paredes enyesadas. La puerta se abrió y tras ella apareció una desconocida con ropa estrafalaria, algo desaliñada, escuálida, de cabello color carmesí y piel blanca inmaculada. Relucían sus grandes ojos azules entre el excesivo maquillaje negro que los rodeaba.




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