Insomnia

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Él

«Y caminaron juntos en el deseo de encontrarla

y se mimetizaron entre criaturas extrañas y peligrosas».

Él analizaba sus datos con atención. La vivisección de aquella muchacha estaba aún por comenzar. No se trataba de una vivisección física o visceral, sino de algo más sutil. Ya había admitido cierto interés extracurricular, las posibilidades eran infinitas. Después de diez años había adquirido cierta aceptación a la flexibilidad, a la evasión de la férrea rectitud adherida a sus cromosomas.

***

Esa noche tampoco había pegado ojo. Se consolaba pensando que ya llevaba cinco sin dormir, por lo que ese día se daría la opción de ayudarse con las pastillas para el insomnio. Se había propuesto dejarlas, pero estaba claro que no a costa de su salud física y mental. Solo una cada cinco días hasta que lograra dormir sin ellas.

La mañana se le hizo cuesta arriba desde el momento en que los primeros rayos de luz atravesaron las cortinas de la ventana de su habitación. Esperaba, con pocas ganas, la llegada de su casera, a quien ya había informado de su problema con la instalación eléctrica.

Escasos minutos antes el camión de la mudanza había hecho la entrega de una decena de cajas mal embaladas. Con extremo cuidado, como el trapecista que camina por la cuerda floja, Lu sorteó los trastos desperdigados por el piso apoyada únicamente en las enclenques puntas de sus pies. Rescató del suelo una colcha de patchwork y un pequeño espejo de bolsillo y se dirigió a su cuarto.

Sin aviso alguno, Almudena apareció en el dormitorio.

—Hola —saludó con expresión seria.

Vestía una camiseta negra rasgada por la zona de las mangas. Era amplia, una o dos tallas más de las que le correspondían. Se podía ver, bajo esta, una banda de tela roja. La camiseta parecía de algún grupo de rock, se adivinaba por las letras frontales y el símbolo que las rodeaba. La combinaba con unos pantalones grises, jaspeados y ajustados que dejaban apreciar sus delgados muslos. Unos imperdibles a ambos lados de las caderas, ensartados en los pantalones, y unas zapatillas de cordones terminaban de completar la vestimenta.

—Hola… —respondió Lu—. Creí que vendría tu tía —confesó—. Aún no he tenido ocasión de conocerla en persona.

—Sí, esa era la idea, pero no ha sido posible.

—Me gustaría que llamaras a la puerta cuando vengas al piso —requirió.

—Estaba abierto.

—Ah, ¿sí? —Sabía que no era cierto—. Aun así, la próxima vez llama, por favor —solicitó de nuevo—. Para eso están los timbres.

—El timbre no funciona, no tienes luz, ¿recuerdas? —bromeó ásperamente.

—Claro…

—Bueno, vamos a ver. —Almudena se dirigió al salón en busca del cuadro de luces—. Sí, esto es, ¡claro! —Toqueteó aquí y allá y finalmente logró devolver la luz a la casa—. Ahí la tienes.

—¿No deberías llamar a un técnico? No quiero salir ardiendo.

—¡No, mujer! Esto ha pasado ya muchas veces.

—¿Muchas veces?

—Bueno, no tantas, pero no te preocupes, me llamas y está arreglado en un momento, ¿ves?

—Ya —espetó Lu mientras intentaba calmarse enredando un mechón de pelo en su dedo índice—. Ya está entonces, ¿verdad? Tengo mucho lío.

—Sí, sí, ya me marcho. ¡Hasta otra! —se despidió eufórica dando un portazo.

Una vez perdió de vista a la sobrina de su casera, continuó colocando aquel desastre. Se había llevado con ella todo lo que le pertenecía, apenas dejando un par de trastos viejos en su anterior casa. Tenía planeado pasar allí bastante tiempo, tanto como necesitara hasta conseguir el suficiente dinero como para largarse aún más lejos.

Para dejar algo más de espacio en el apartamento, decidió bajar las cajas plegadas hasta el contenedor del final de la calle. Se encontró con el chico que había estado en su casa la noche anterior en la zona de los buzones, cerca de la entrada. El joven ojeaba varias cartas con el ceño fruncido.

—¡Buenos días, vecino! —saludó Lu alegremente. Continúo caminando a través del pasillo, intentando no perder ninguna de las cajas por el camino. Mientras, el joven seguía absorto en su lectura—. Buenos días —le repitió.

Pero no obtuvo respuesta alguna. El muchacho parecía concentrado, quizá porque había recibido alguna mala noticia, una factura de la luz inesperada o una notificación del banco. Al menos eso decidió ella.

Al regresar con las manos vacías, su vecino ya no estaba ahí.

Sin apenas percatarse, llegaron las tres de la tarde. Había olvidado completamente que debía comer, y tampoco había hecho la compra, por lo que la nevera y despensa estaban desiertas.

Se puso unas mallas y una sudadera hasta los muslos, agarró la cartera y el móvil y salió en busca de algo rápido que le llenara el estómago. De camino a las escaleras se cruzó de nuevo con su vecino, esta vez hablaba con una mujer frente a la entrada de su piso. Era intimidante la altura de aquella mujer. Su pelo, color cobrizo, apenas le rozaba las orejas y sus brazos bien podían tumbarle de un arrebato. Vestía de forma elegante, una falda ajustada hasta las rodillas, una chaqueta sobre una camisa blanca y unos zapatos oscuros de escaso tacón. Su actitud era seria y distante. Bien podía imaginarla como algún tipo de ejecutiva o directiva amargada por su horario, sin hijos y un marido al que probablemente vería una vez por semana. Tras despedirse y dirigirse a las escaleras, la mujer, de pelo corto y altura descomunal, clavó su mirada en ella. Cuando parecía que iba a pararse frente a ella cambió bruscamente de rumbo y bajó por las escaleras. Lu se quedó paralizada, miró hacia donde aún se encontraba su vecino y, al advertir que él también la observaba, agachó la cabeza y se deslizó hasta el interior de su piso.

«Pero ¿qué narices haces? ¿Vas a salir otra vez como si fueras una maruja cotilla?» Se reprendió a sí misma. «¿Quién será esa mujer? Una amiga…, su jefa… Seguro… O quizá… ¿Y a mí que me importa?», se interrumpió.




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