Instrucciones para restablecer el Destino

8| Un esposo se justifica

Es necesario que justifique la naturaleza de mi obsesión malsana por mi actual esposa. De lo contrario, no me encontraría aquí para ofrecerle mi testimonio, sin ninguna obligación de hacerlo, más que la que demanda mi moral individual. Supongo que se trata de algo que se ha fraguado desde hace más de quince años, cuando me obligué a dejarla. Por entonces, ni siquiera estaba muy al tanto de mis sentimientos por ella. La quería, eso era seguro. Pero mi apego hacia Brenda obedecía más bien a otro orden de emociones, más allá de los dominios de la sensualidad más animal, que fueron, sin duda, los que me llevaron a alejarme de ella, en primer lugar.

No sabría decirle por dónde empezar. No porque abunden los recuerdos de Brenda en el pasado, sino porque, en realidad, resultan ser muy pocos. Me ha sido imposible atreverme a confesarle que no recuerdo cuándo fue la primera vez que la vi, ni bajo qué circunstancias. Por entonces éramos jóvenes, y yo demasiado estúpido como para sospechar de mi dudosa perspicacia. Lo acepto, jamás he sido una lumbrera, pero nadie se atrevió nunca a hacerme tomar conciencia de mi propia insignificancia. Excepto ella, por supuesto, antes de que los pseudo Illuminatis de Harvard acabaran por ponerme en mi lugar.

Brendita, así la llamaban. Y digo la llamaban, porque yo nunca me molesté en dirigirle la palabra durante los cinco años anteriores a mi, cómo decirlo, final acercamiento. Es más, ni siquiera sabía su nombre. Era solo una niña. ¿Quién hace caso a las niñas? Andaba por ahí, como si fuera un apéndice de su hermana, Verónica, y su prima, Paula. Me resultaba, cuando mucho, inofensiva. No se podría decir que fuera bonita, pero me gustaba cómo se vestía. Para nada infantil, con sus jeans y su T-shirt blanca y sin estampados (los detestaba entonces y los detesta ahora). Fue la primera en utilizar una camisa de franela amarrada a su cintura. La chica imponía modas. Y era incapaz de darse cuenta de que lo hacía.

Por otro lado, las grunge girls nunca fueron mi tipo, si se me permite opinar. Y las niñas de doce, menos. Cualquiera de mis amigos con menos de cuatro dedos de frente le hubiesen puesto la mano encima a la edad de diecisiete, de haberlo querido. Pero uno tiene sus códigos: nadie se mete con las hermanas de mis amigas. Nadie, excepto yo, por supuesto. Aunque la excepción a esa regla no existía por entonces.

Hay otra cosa. Algo que ambos sabemos, pero que ninguno de los dos se atreve a traer a colación: lo llamamos, de manera eufemística, las diferencias. En la familia de Brenda había suficiente material como para avergonzar, de por vida, a la embajada de Estados Unidos entera. Me habría visto obligado a invitarlos a los cócteles oficiales. Papá, mamá e hijas habrían tenido que inscribirse en cursos de etiqueta. Yo jamás hubiera tenido el valor de insinuar que hicieran algo como aquello. Pero estaba implícito. No pertenecíamos, ya no al mismo mundo, sino al mismo universo. You got me, right? Nunca entendí muy bien cómo diablos terminé relacionándome con esas dos chicas. Me refiero a la hermana y a la prima de mi esposa.

Supongo que fue en alguna fiesta a inicios de los años noventa. Podría llamar a esa época, un endeble conato de rebeldía. Mi corazón estaba roto (no perderé mi tiempo en explicarle el porqué, ya que no viene al caso), y necesitaba con urgencia un desfogue, el que fuera; me hacía falta una perpetua confirmación de mi valía, de mi hombría, de mi indiscutible masculinidad.

Recibía en el Colegio Americano la atención que requería por entonces, no le mentiré. No necesitaba nada más que quedarme de pie, arrimado a alguna de las mesillas de cemento del patio principal, con mi chupete de fresa –que se convirtió, con el tiempo, en una de mis señas particulares–, para que las señoritas de la aristocracia más rancia de La Capital me procurasen sus atenciones y yo, a su vez, les respondiera con una indiferencia más bien estudiada.

Es necesario decir que el trato preferencial procurado por mis pares no tardó en hastiarme. Necesitaba más. Me hacía falta saber que mi influencia podía burlar los límites de mi cerradísimo círculo social. La alta burguesía de esta ciudad se reduce a unas cuantas familias. Me las conocía a todas. La novedad dejó de ser la norma. Mi trabajo sería evitar la endogamia, pues, a como diera lugar.

Con mi trío de amigos –los únicos leales con los que he contado a través de los años– nos adentramos en los oscuros recovecos de la clase media. Tendré que atribuirle este hecho a un modesto sentido de la aventura, pero, en realidad, este círculo no operaba de forma diferente a aquel del que yo provenía. You know, demasiadas señoritas con sed de levantarse a un tipo como yo: extranjero, con plata y con pinta. No encontré afuera la novedad que esperaba y, en consecuencia, me aburría pronto.

Las chicas de colegios de monjas solían organizar fiestas de recolección de fondos para sus paseos a la playa or something. Compraba entradas para todas, pero asistía a muy pocas. Usted sabe, les daba esperanzas, me hacía desear. No se supone que los hombres como yo deberían hacer eso, ¿o sí? A mí me funcionaba. Decepcionaba a más de un curso de señoritas las tres cuartas partes de las veces, pero, ¿acaso no se trata de eso la vida? Me refiero a la vida de los hombres.

En 1992, ser adolescente consistía en asistir a tantas fiestas como te fuera posible, ligar al mayor número de muchachitas –siempre y cuando fueran lindas– y largarte, sin más, para no volver a saber de ellas. En teoría, no suena tan difícil –y menos para un tipo como yo–. Pero siempre me dediqué a priorizar calidad sobre cantidad. Y ese fue el detalle que me hizo ganar cierta reputación en los diversos círculos sociales de la ciudad.




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