Instrucciones para restablecer el Destino

18 | Las ¿mil y una? mujeres de El Bateador

Tras la reprimenda del embajador, al llegar derrotada a mi país, se me participó de los antecedentes que la esposa de Jordan ostentaba por agresión menor y agravada, dirigidas hacia más mujeres de las que me hubiera gustado tener noticia.

«De la que me salvé», fue lo único que se me ocurrió pensar.

Y es que Madelyn pude haber sido yo. Pude vivir en Millis, sí. Pude regentar una propiedad de dos mil pies cuadrados y ser parte del comité de damas de algún hospital para madres desfavorecidas en Boston, pude dedicar mis horas de ocio a organizar eventos de caridad para recaudar fondos para las familias que lo perdieron todo debido al paso de algún huracán con nombre de mujer. Pero pude, también, haber pagado el precio por semejante atrevimiento, por haberme aventurado a soñar que esa vida, en apariencia idílica, hubiera sido para mí.

¿A cuántas mujeres al día, a la semana, al mes, al año, Madelyn se vería obligada a espantar a piedrazos? O mejor, ¿cuáles fueron las circunstancias que llevaron a Madelyn a llegar a esos límites? ¿Quiénes eran las demás? ¿Quiénes son? ¿Todavía rondan por ahí? ¿Por qué yo no estoy al tanto de eso, ahora?, ¿es que acaso soy tan tonta, ingenua, confiada o descuidada como para pretender que Jordan ha cambiado?

Es el tipo de preguntas que, por mi salud mental, jamás me he formulado con la seriedad que amerita el caso. Y no lo haré, por una cuestión de autocuidado.

Madelyn tenía antecedentes. Se habían levantado cargos. No todas las damas eran tan comprensivas como yo, sin duda. Es el tipo de temas de los que no se habla con el padre de tu hijo en las visitas supervisadas anuales, de modo que me dediqué a no averiguar un carajo, a quedarme con la incertidumbre, y a desembarazarme de esta lo más pronto, porque, después de todo, ya no era asunto mío.

El problema es que sí lo era, en realidad.

Nadie que viviera en un suburbio como Millis, MA, en una casa verde menta de césped matemático y con un arce en flor en donde anidan las aves podría ser infeliz. Nadie que tuviera esa vida debería serlo. Deberían estar obligados a ser felices. Se lo debían al resto de la humanidad que vivía en casas de bloque sin enlucir, techos de zinc y varillas vistas. Se lo debían a Latinoamérica.

Madelyn no es del tipo de mujeres que se hacen de la vista gorda. Bien por ella, y qué mal, al mismo tiempo. Lo cierto es que no sé bien qué pensar. Salvo que la compadezco. Y la odio, a mi manera. Para 2006 Jordan había dejado de ser un Adonis –aunque, para 2007, ya estaba hecho un papacito, de nuevo–, de modo que la reacción exagerada de su esposa debió obedecer, sin duda, a un acto reflejo producto de infidelidades que conocieron años mejores.

¡Cómo me empeño en justificarla, carajo!

Y la justifico –en parte– porque yo viví lo mismo, a mi manera, mientras fuimos novios. Por esa razón me incumbe hablar de ello, para convencerme de que no estaba loca, de que tenía razones de peso para impedir que Jordan se me acercase a menos de un metro o que intentara ponerme un dedo encima. Tenía fobia a su tacto, a su acercamiento. El primer encuentro en mi departamento en 2014, luego de su divorcio, no significó nada. Me tomó con la guardia baja. De ningún modo iba a permitir que se acercase a mí nunca más.

Las señales siempre estuvieron ahí, desde 1997. No éramos novios, todavía, pero ya salíamos. Yo llegaba a pie hasta el pasaje cerrado en donde se encontraba mi casa –el bus del colegio me dejaba en la calle principal–, vi su auto estacionado no frente a esta, sino frente a la de Briana. La conocía porque era una figura pública: Xuxa tenía a las Paquitas, Nubeluz a las Cindelas y Yuly (la mee too criolla de las dos anteriores) a las Yuliettes. Pues bien, Briana fue una de ellas en su infancia. No se puede tener una idea cabal de lo que eso significa hasta no saber que Briana fue la waifu de waifus de los muchachos de mi generación. Además, era modelo y ex Señorita Patronato. Uno o dos años mayor que yo, y casada con un tipo de treinta y pico o cuarenta. Sabía que ella rondaba a Jordan desde hacía tiempo, pero sabía también que el bateador se había dado el lujo de rechazar su cuerpo de bailarina y sus ojos turquesa que contrastaban con su piel morena. Fue ahí cuando la opinión pública post adolescente de la alta sociedad puso en duda su heterosexualidad. Nadie en su sano juicio habría dejado en la banca a una mujer como ella. Ni siquiera yo. Y soy hetero.

Distinguí las placas de su auto-rojo-coreano-de-semi-lujo enseguida. Pasé de largo, como si no me importara, pero quería llorar. Con mi uniforme sudado, mis zapatitos saddle cochinos y mis piernas sin afeitar, con mi coleta de caballo asimétrica que dejaba escapar los cabellos frontales como rayos de sol, no tenía la más mínima posibilidad frente a Briana. Aun con marido y todo, esa chica tenía una enorme ventaja evolutiva, social, económica y cultural sobre mí. Timbré como loca para que me dejaran entrar y me encerré en el baño apenas mi hermana abrió la puerta entre quejas. No quise que se me escaparan las lágrimas, pero fue imposible ocultarlas.

A las tres en punto sonó el timbre. Era Jordan. Almorzó con ella y viene aquí para la sobremesa, me dije. No le dejé pasar, mis padres no estaban. Se notaba el ardor en mis ojos, me maldije en silencio por no tener la buena costumbre de quitarme el uniforme apenas llegar a casa.  

–Te ves linda –me dijo–. No recuerdo haberte visto uniformada antes.




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