Luego del incidente en el que me di cuenta de mi inmoderada fobia al contacto físico con Jordan, él me propuso ir juntos a terapia familiar. Se necesitaba tener agallas para sugerir que participáramos en cualquier actividad que pudiera sonar a que tuviésemos algún tipo de parentesco.
–Tú no eres de la familia, Jordan. Al menos, no para mí.
–Pero Nathaniel es mi hijo.
–Pues, entonces, la proscrita aquí soy yo. Vayan ustedes.
Faltaba más.
Les habría ido bien acudir en aquel momento porque ese par no se tragan hasta ahora. Ese fue otro de mis problemas para aceptar a Jordan de nuevo en mi vida. ¿Cómo perdonar a un padre que abandonó a su hijo recién nacido? No se trataba de una decisión sencilla. Nathaniel apenas si lo tolera. Sospecho que nunca me contó lo del divorcio para que no me hiciera ilusiones.
Y creo que hizo bien.
También está otra cosa: la posición de mi familia. Jordan no quedó muy bien parado que digamos cuando lo del episodio con Madelyn. No diré cuál es la opinión que mi padre tiene de él. Mi mamá es mucho más tolerante, y digamos que hasta diplomática. Pero papá jamás lo volvería a aceptar en la familia. Si se me hubiera pasado por la cabeza regresar con él, por entonces, habría sido a escondidas de todos. Incluso de mi hermano menor. La única que estaba al tanto de todo era mi hermana, Vero.
–Sí me enteré de que había regresado a La Capital –me dijo, en alguna de nuestras múltiples conversaciones telefónicas–. Pero no te conté para que no te ilusionaras.
Al parecer, todo el mundo se había puesto de acuerdo en algo: que yo no tenía dignidad ni una pizca de autocontrol. Mi círculo cercano estaba determinado a blindarme de cualquier riesgo posible a la hora de retomar la relación con mi exprometido.
La dignidad es, también, otra razón que me impidió, por años, acercarme a mi actual marido con propiedad. Jordan hizo de mí la cornuda estrella del año 1999. Nadie en sus cinco sentidos regresaría con la persona que te humilló de una forma tan pública y descarada.
Y estaban, adicionalmente, las habladurías de la gente. Sé que a mí, a estas alturas, aquello me tiene sin cuidado. Pero por entonces me importaba, y mucho. No entiendo por qué debió mortificarme tanto lo que personas que me miraban por encima del hombro opinasen sobre mí. Pero así es como funcionaba mi cabeza por entonces. Estaba determinada a encontrar cualquier pretexto posible para impedir avanzar en el trato con el que ahora es mi esposo.
La tal terapia familiar no hubiera ayudado más que para sanar una herida que me convenía que siguiera punzando, como estrategia de autoprotección frente a otro posible riesgo de hacerme daño. Era predecible y comprensible, pues, negarme con rotundidad a asistir. Y menos con él. ¡Qué diría la gente!
Pero mi amado cerebro, que no colabora mucho que digamos, se empeñó en jugarme malas pasadas, para que yo pudiera, como siempre, amargarme la vida mucho más de lo que esta ya se encontraba.
Comenzó con sueños intermitentes. Justo antes de que sonase el despertador. En ellos, Jordan aparecía como la constante. Había uno, por ejemplo, que me llamó particularmente la atención. Ocurría en casa del embajador, yo estaba invitada a un evento oficial, pero llegaba descalza, con mi trajecito de flores magenta con el que nos hicimos amigos en el Círculo Militar. Me sentía ridícula porque, a mi edad, ese vestido ya no tenía nada que hacer en mi cuerpo de treinteañera.
En mi sueño, Jordan fungía como el embajador. Nos sentábamos a comer en una mesa enorme, yo me ubicaba casi en el extremo opuesto de donde él se hallaba, en la cabecera. La gente parloteaba, nadie me dirigía la palabra, y cuando yo quería solicitar algo a los meseros, o platicar con algún comensal, mi voz no emitía sonido alguno. Perdía de vista a Jordan, en medio de una cena en la que servían platos repugnantes, al estilo de Indiana Jones y el Templo de la Perdición.
En otro sueño, nos encontrábamos entre amigos cercanos de ambos. No los conozco en la vida real, pero, en esa experiencia onírica en particular, parecía que nos llevábamos muy bien. Un Jordan adulto, rodeado de mujeres, como siempre, ignoraba mi existencia, como cuando yo era una niña de doce años que fungía como una presencia invisible para él.
Quería acercarme, pero me pesaban los brazos y las piernas; deseaba saludarlo, saber cómo estaba, pero él parecía no escucharme. Hacía algo que no solía ser muy frecuente durante su performance de adolescente: abrazaba a las chicas, de dos en dos, y me daba la espalda –lo que sí solía ser habitual por entonces–. Advertía que me encontraba bajo la figura de niña de nuevo, y que lo miraba boquiabierta a una distancia prudencial para que no me notase, y que huía a la primera señal que me avisara que él podría dirigir la mirada hacia mí.
Era obvio que mi inconsciente quería decirme algo que mi yo consciente parecía incapaz de comprender. Cuando despertaba, no se me olvidaban esos sueños enseguida, como solía pasar con todos los demás. Rondaban por mi cabeza durante días, e incluso semanas. Sin proponérmelo, me vi complicando sus tramas hasta la exageración, fabricaba finales alternativos, añadía diálogos, rompía esquemas y alteraba las líneas del tiempo.
Mezclaba los sueños para elaborar imaginaciones que me permitieran satisfacer el ansia interna que me había cooptado de nuevo. Ya no fantaseaba con asesinarlo, como unas semanas atrás. Ahora se trataba de otro asunto. Ahora se trataba de amarlo. De acercarme a él de un modo que, en la vida real, parecía imposible, debido a los problemas psicológicos que hacían improbable cualquier acercamiento.