Instrucciones para restablecer el Destino

31 | 365 días y sus noches

Me había familiarizado con mis pensamientos homicidas en torno a Jordan por alrededor de catorce años. Los tenía controlados, trabajaban a mi ritmo y obedecían mis órdenes. Eran, por así decirlo, mi zona de confort. Las fantasías que les siguieron, por otra parte, operaban en territorio virgen. Cuando era niña, soñaba con Jordan, pero mis anhelos eran infantiles, inocentes y ni siquiera contemplaban la posibilidad de un noviazgo. Ahora lo deseaba con una locura juvenil que ya no podía permitirme. En 2014 tenía treinta y cuatro y un hijo de quince. De acuerdo con mi lectura de ese momento, el deseo ya no debería formar parte de mi inventario de emociones posibles.

Jordan me invitaba a salir. Solíamos comer en el Rómulo y Remo, cuando nos poníamos fancy; en el Formosa, cuando nos hacíamos los vegetarianos, en el Capri, cuando no teníamos nada mejor que hacer. Me torturaba mirarlo comer, llevarse cada bocado a la boca con la fruición del gourmet que no sabía que fuera. Beber su copa de vino tinto o blanco, según la ocasión. O el agua, helada, pero no con hielo, como solía ordenar.

Quería ser esa comida. A eso había llegado. Tenía envidia de la comida, y de todo objeto inanimado que se cruzara por su boca, sus manos y, por extensión, por cualquier parte de su cuerpo. Porque esos objetos lo podían tocar. Y yo no. Me disgustaban las meseras que lo atendían con una sonrisa exagerada y ojos saltones, y se hacían señas entre sí para disputarse a su cliente estrella.

Detestaba al tipo que cuidaba el auto porque le daba la mano, y también detestaba ese auto. Odié a sus compañeros –y compañeras– de la embajada, a las máquinas del gimnasio, a su penthouse y a la cama en el penthouse. Y con cada salida, con cada puerta abierta-puerta cerrada, con cada postre degustado o película vista, lo sentía un paso más lejos de mí.

Se cansaría, sabía que lo haría. Me di un plazo para esperar que se fuera. Si lo hacía, me condenaría a la melancolía eterna. Tenía, entonces, que dejarlo yo primero. Se trataba de una cuestión de autocuidado. La ruptura –si es que a esa relación se la podía llamar así– era inminente. No podía sostenerse sin contacto físico, solo era cuestión de saber quién la dejaría primero. Y la respuesta era obvia: la dejaría él.

No permitiría que eso pasara. No, otra vez.

 

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Él llegó a casa a las seis de la tarde. Decidió no invitarme a salir aquella noche. En mi paranoia, suponía que se había cansado de invertir en mí. Lo decodifiqué como una bandera roja, la señal inequívoca de que perdía el interés. Y de que yo no podía hacer nada al respecto.

Estaba dañada, rota, sin remedio. Era una mujer imposible de rehabilitar. Solo esperaba que mi trauma físico se circunscribiera a Jordan, solamente. Y así era, de acuerdo con mi experiencia. Había pasado casi un año desde que había renunciado a clavarle un cuchillo en el pecho, un año desde que se me revelara la imposibilidad suprema. Un año de fantasías sexuales imposibles de alcanzar. Un año de mierda, pues.

Aquella noche lo despacharía antes de que él me despachara a mí. Improvisé mi remate porque no sabía muy bien qué pretexto alegar para que me dejara en paz. No porque no los hubiera, sino porque los había en demasía: no me dejan mis papás; no, ese es antiguo; me abandonaste a mí y a mi hijo hace catorce años y todavía no te he perdonado; esa era una excusa razonable, pero bastante manida. Si aquella fuera la razón, no le habría dado chance desde el principio. En consecuencia, era algo ilógico; la gente se burlará de mí por haber regresado con el que me coronó como la cornuda del Y2K, parecía una salida sensata, claro, si yo fuera Manuela Saad, pero no. Nadie hablaba de mí, vaya. Era una mujer invisible. De modo que, ese no contaba.

El pretexto apareció solo, bajo la figura de ya sabemos quién. Le había mandado al cine porque sabía que a Jordan no le agradaba su propio hijo. Pero yo llegué a confiar, en algún momento, en que sería tan solo una etapa, en que, al final, se llevarían bien. No apostaba, sin embargo, a que eso fuera una solución inmediata. Eso habría sido pecar de ingenua.

Nathaniel regresó mucho antes de lo previsto, mientras Jordan me preparaba unas albóndigas de pollo que probé una vez en su restaurante, en 2008, cuando me escapé sola a Boston, tras dejar a Nath con mis padres en Orlando, para hacer un tipo de revisión de rutina periférica de su vida sin mí. Visité la cafetería del hermano de su mujer, territorio de su engaño; caminé, de nuevo, por el Dorchester que lo vio crecer, pasé de largo por su casita de Millis y descubrí, esta vez sí, la estación de policía local.

Nadie supo de mis andanzas, ni siquiera mi hermana, a quien le cuento todo. Cuando decidió preparármelas fingí sorpresa porque conocía de memoria su sabor, su textura y su aroma. Esa noche hubo música en vivo en el Rávena y la disfruté con total impunidad mientras Jordan pasaba en Florida con Nathito y sus ya-no-suegros. Reservé mesa para el brunch de toda la semana solo para pretender que me convertiría en una clienta habitual. Consideré a su local una extravagancia muy acorde con su clase y su porte, y pensé que, si Jordan fuese un restaurante, sería, sin duda, el Rávena. Ese pensamiento me atrajo hacia su barra tres veces más.

Deseaba degustar por vez última el platillo que ya nunca probaría, mientras buscaba el momento para darle permiso de irse de una buena vez. En mi cabeza, él había aguantado 365 días, más menos, por puro compromiso. Igual que lo hizo cuando me plantó un hijo. Igual que cuando alargó nuestra agonía con sus llamadas telefónicas para preguntar cómo estaba el embarazo, mientras se tiraba a la dominicana. Igual que su visita de diplomático con una orquídea que puse a secar después, esa tarde del 2014, para presentar sus respetos.




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