Agendar una entrevista prematrimonial en el Registro Civil. Bien, eso jamás iba a pasar. No porque no quisiera hacerlo, sino porque, bueno, en realidad una parte de mí nunca lo quiso. Supongo que a eso se le llama procrastinar. Una de las distintivas formas de autosabotaje que me han acompañado toda la vida.
Hacer la gestión me suponía convertirlo en real. Esto es, llevar una acción hipotética, del terreno de lo imaginario al terreno de lo fáctico. Y la sola idea de esa entrevista me daba miedo. ¿Quién la haría?, ¿con qué propósitos?, ¿me pondría en evidencia delante de mi prometido? Vaya mierda.
Ni en sueños haría yo semejante trámite.
–Como ya te conozco –me dijo Jordan, cuando me llamó por teléfono tres días después, con el que yo supuse que sería un pretexto para averiguar el estado de la gestión–, acabo de agendar la entrevista yo mismo. Será pasado mañana.
Sentí una molestia no tan vaga en mi ¿cómo decirlo para no sonar tan vulgar?, a la altura de mi chakra raíz.
El día llegó en un pestañeo. El plan consistía en encontrarnos frente a las oficinas del Registro, pero Jordan, que no era ningún tonto, llegó al departamento una hora antes para supervisar personalmente que asistiera, y para escoltarme, en su propio auto, a la entrevista.
¿Qué acaso no tenía nada mejor que hacer? Se lo pregunté, como quien no quiere la cosa. La respuesta fue que él, como agregado cultural, podía hacer lo que se le viniera en gana.
La entrevista no estuvo tan mal, después de todo. Mero trámite burocrático, con un profesional con pinta de técnico, que realizaba preguntas insulsas, del tipo ¿tiene usted idea de la responsabilidad que implica el participar de la institución matrimonial?, o ¿entiende usted que el compromiso de matrimonio conlleva guardar absoluta fidelidad a su pareja, por un período de tiempo indeterminado, hasta que la muerte los separe?, ¿están seguros de poder con ello? ¿Lo estábamos, de verdad? Jordan no pudo evitar sonrojarse cuando de responder las últimas preguntas se trataba. ¿Yo? Pues, fresca.
Dos semanas pasaron como la página de un libro. Busqué a última hora el vestido, los zapatos, la lencería y el tutorial de peinado y maquillaje DIY. El día anterior, para ser exacta. Mis papeles, por otro lado, estaban en regla. De ningún modo me iba a arriesgar a presenciar una rabieta de Jordan, incluso cuando nunca la había atestiguado en persona. Por entonces, todavía pensaba que mi marido era del tipo ecuánime, sin importar las circunstancias.
Pues bien, las circunstancias sí le importan, en realidad.
Nathaniel, de acuerdo con mi percepción, no tenía idea de lo que ocurría. Tampoco me molesté en participarle la buena nueva. Ni a él ni a la familia. En mi defensa, diré que yo ya contaba con antecedentes. Desde no avisar a tiempo a mis padres que debía comprar una cartulina para el trabajo del día siguiente en la escuela, hasta omitir información sensible sobre un paseo de fin de año de colegio que implicaría un fuerte golpe al presupuesto familiar. Mi historial de procrastinadora era robusto, y Jay lo conocía de memoria. Sería una obviedad decirles que se saltó la pantomima de evitar ver a la novia antes de la boda.
Se encargó personalmente de retirarme en la puerta del edificio en su Maserati Alfieri –porque estábamos de fiesta, ¿eh?– a las 07h50 de un jueves, cuya fecha exacta he olvidado, porque nunca importó, en realidad. Me había asegurado de que Nathaniel tuviera mejores cosas que hacer esa mañana que verme salir vestida de total-white-cóctel, para que no comenzara a hacer preguntas incómodas. De acuerdo con mi información, se encontraba desde el martes con sus abuelos, bajo un pretexto tan estúpido que ni siquiera me atrevo a ponerlo por escrito.
A las 07h57 llegamos al Registro Civil. A las 08h00 me bajaba del auto. A las 08h20 regresaba al auto. Con Jordan detrás, no sé muy bien si desolado o histérico.
No pude cruzar la puerta del edificio. Esa es la verdad. Me temblaban las rodillas, se me amortiguaron las manos, me hiperventilé, mi corazón latía tan fuerte que me zumbaban los oídos. Sentí que la construcción me caía encima.
«Me voy a morir», pensé, mientras la señorita de la recepción explicaba a Jordan que sería imposible contraer matrimonio si una de las dos partes sufría, en aquel momento, un ataque de pánico.
–No se encuentra en pleno goce de sus facultades –fue lo que avancé a rescatar de su parlamento.
Me ofrecieron agua, me invitaron a tomar asiento –en el descanso de una jardinera exterior, por supuesto, porque, ni hablar de dar un paso dentro de esa mole de concreto–. Un joven funcionario –que parecía ser algún tipo de consejero, o similares– salió a conversar conmigo –en privado, como solicitó–, mientras me pedía controlar la respiración para calmarme. Me solicitó encontrar un objeto de enfoque –pensé en el Maserati, pero no parecía una buena idea; lo cambié por una planta de jardín–. Fui llevada –en mi mente–, a mi lugar especial –una playa de arenas blancas, aguas turquesas y calmas–, hasta lograr recuperar el ritmo cardíaco y respiratorio.
Al parecer, no sería la primera persona a la que le ocurrían este tipo de episodios en el Registro Civil, hasta había un delegado entrenado para lidiar con eso. Quise no sentirme tan mal, después de todo, pero resultó imposible.
El joven me acompañó al auto, y se aseguró de que todo estuviera bajo control. Solo vi a Jordan, con cara de nada, mientras le convencía de que todo estaría okay, como él decía, y que hablaría conmigo al llegar a casa.