A estas alturas debería sorprenderles que acabara casada con Jordan. Incluso yo me encuentro bastante desconcertada, por cierto. En ocasiones no lo creo. Lo veo dormido en mi cama, por las mañanas, y siento asombro de mí misma. Me pregunto: ¿cómo puede ser posible que lograste esto, Brenda?, porque lo lograste tú, ¿verdad? O, ¿de quién es el mérito? Es más: ¿hay algún mérito en ello?, ¿tu esposo simboliza una especie de trofeo?, y si es así, ¿por cuál hazaña? Digo, si se puede saber.
Este tipo de interrogantes no suceden a menudo, yo diría que son más bien infrecuentes, pero, de que ocurren, ocurren. Quiero decir, no todos los días te casas con un hombre del calibre del que descansa justo ahora, en este preciso momento, dormidito junto a mí. Pero, al mismo tiempo, me digo: ¿vale la pena tanto esfuerzo, tanto miedo, tanto trabajo como para ostentar a un tipo como Jordan en calidad de marido? Y, ¿será que él piensa lo mismo de mí? Yo diría que no.
¿Es Jordan la gran cosa, como me lo imaginaba a los doce años?, ¿es él, en realidad, el hombre que todos pueden ver, en apariencia? Ni siquiera yo soy capaz de responder a esta última pregunta. Porque este señor aparece, todavía, para mí, como un misterio a medias.
Tengo plena consciencia de que, al menos, una de mis acciones ha contribuido a que Jay se convirtiera, eventualmente, en mi querido esposo. El matrimonio no resulta ser, digamos, el santo grial, y supongo que muchos de ustedes ya lo averiguaron, pero, para quienes todavía no lo han hecho, tampoco se trata de algo que debiera quitarles el sueño, en caso de que nunca llegase a ocurrir.
De modo que, me corresponde afirmar que terminé ejecutando una acción de la que ni siquiera estaba segura, con una persona de la que tampoco estaba segura. Y no ha resultado tan mal, después de todo. Al menos, en lo que a mí respecta. Me refiero a que pudo acabar peor. Afirmar que algo no resultó tan mal, no se encuentra, ni de lejos, en la vía de la perfección. Se trata, más o menos, de una batalla diaria. Que no siempre se gana. Es más, ni siquiera se tiene plena seguridad de que se gane, o de quién la gana, ni cuándo, ni bajo qué circunstancias.
Hablando de mi eterna perplejidad frente a cómo se ha fraguado mi Destino, debo decir que, para Jordan, su restablecimiento sí le supuso una serie de sacrificios que, quizás, yo nunca llegué a realizar, no porque no fuera necesario, sino porque yo me encontraba, por entonces, en el papel de víctima, de presa. Y me hallaba, a decir verdad, bastante cómoda con ello.
Uno de esos sacrificios fue, sin duda, el de renunciar a su ego y a su papel de inalcanzable, para llegar a mi departamento una noche y, sin mediar palabra, reconciliarse conmigo a través del sexo. En lo que a mí respecta, se disculpó de lo lindo aquella noche y por un error que había cometido yo. Esa era mi lectura, al menos, en ese momento.
Pero, cuando transcurrieron dos semanas de silencio desde su sexy irrupción en mi recámara, supuse que, en realidad, lo que había hecho Jordan no se trataba de un intento por aproximarme a mí, sino, tal vez, todo lo contrario. Un adiós definitivo, o un hasta luego que bien podría durar lo que a él le apeteciera porque, entre otras cosas, yo, por aquel tiempo, nunca estuve dispuesta a mover un dedo por esa relación porque, de nuevo, ni siquiera pensaba que valía la pena hacerlo. No, después de la cornamenta suprema del 99.
Por eso, cuando, luego de esas dos semanas de silencio, Jordan se presentó, de nuevo, en el departamento, tras abrir la puerta con su propia llave, como si llevara viviendo ahí durante los últimos diecisiete años –como mi hijo y yo–, y se aproximara hacia mí, como si fuese mi marido, para, luego de un rutinario besito en la mejilla y un cómo estás, sentarse en uno de los banquillos del mesón americano a contemplarme preparar la cena sin mediar palabra mientras examinaba su teléfono celular, por un buen rato que no acabé de calcular –porque soy incapaz de hacerlo, incluso hoy, cuando estoy a su lado–, y me pusiera tan incómoda en su mutismo que, para romper el hielo –y por alguna fuerza ajena a mi voluntad que no acabo de explicar– le dijera perdóname, Jay; perdóname por todo, mientras se me salían unas lágrimas que no sabía muy bien si eran de vergüenza, de pena, o de ambas; y que, luego de aquello, sin pestañear, siquiera, Jordan me hablara, con cara de inconmovible, pero que ocultaba una ira reprimida que se transparentó en una vena que le saltaba del cuello, para exigirme que nos casáramos al siguiente día o, en sus palabras “no habrá un siguiente día para nosotros” y, sin esperar contestación afirmativa –que sabía que no llegaría, porque me había dejado muda–, se largara de nuevo, como había venido, con un beso en la mejilla y un “hasta mañana, te espero a las ocho, en la puerta del edificio”.
¿Cómo, si me atrevo a preguntar, cómo, en esas circunstancias, no iba a provocarme aquello un segundo ataque de pánico?
Es mi culpa, lo sé, por no haber ido a terapia para tratarme de mis males. Porque ya lo había hecho antes, por siete años, sin hallar ninguna solución. De haber sido así, esta historia nunca podría haber sido contada. ¿Para qué gastar más plata en lo que no me sirve?
“No habrá un siguiente día para nosotros”. ¿Qué clase de mensaje críptico era aquel?, ¿lo habría repasado esa mañana, frente al espejo? No, no creo que yo sea tan importante para él como para que se tomara esa molestia. Con seguridad lo había improvisado. Pero, ¿qué significaba?, ¿que el no casarnos implicaría un rompimiento definitivo?, ¿que me iba a hacer daño, o a lastimarnos a ambos?, ¿y a mi Nathaniel?