Instrucciones para restablecer el Destino

84 | Dos etapas del duelo

Padecer una depresión severa no es un estado que deba ignorarse como si fuera algo pasajero. Ya lo había padecido antes, de hecho. Cuando lo de la canallada suprema de Jordan, allá por 1998. En esa época me quedé sin voz por una semana, producto de la noticia de su matrimonio con Madelyn y su futura paternidad.

Luego de ello, se sucedieron, una a una, las etapas de duelo. La de negación fue, quizás, la más dolorosa de todas. No tengo idea de cuánto tiempo duró el hecho de esperar, en vano, una llamada, o un e-mail (al correo electrónico que él mismo me ayudó a crear), en el que Jordan me decía que todo era un error, que en realidad me amaba y que regresaría pronto, para casarse conmigo.

Se trataba de permanecer en un perpetuo estado de zombificación. Así es como lo podría describir ahora, al amparo de la distancia. Hay meses enteros que se han borrado de mi mente, con excepción de mis experiencias con Nathaniel. De no haber sido por mi hijo, no tengo idea de dónde habría acabado, ni bajo qué circunstancias.

Por allá por 1999, contaba con el privilegio de vivir en un departamento a solas, con mi pequeñín y una niñera a tiempo completo. Sin duda, esa señora hizo las mejores horas extras de su vida. Y las más fáciles, también. A veces yo salía en la mañana y regresaba en las tardes, sin siquiera estar muy segura de lo que había vivido durante esas seis, siete u ocho horas que duraba mi ausencia.

No era algo de todos los días, claro. Doña Fanny, la niñera de Nathito, le habría hecho saber aquello al embajador, quien era su empleador, en el estricto sentido.

De modo que me volví una experta en mentir. Decía que me iba a fisioterapia, para paliar unos dolores de espalda inexistentes, lo que justificaba mis ausencias semanales sin prejuicio de mí misma y mi supuesta reputación de buena madre.

Me inventaba también que tenía una cita con el médico, con el terapeuta, con la manicurista. Pero regresaba intacta. En mi apariencia desaliñada, en mi precario estado de salud tanto físico como mental. Incluso, creo que regresaba hasta peor. Pero a doña Fanny no parecía importarle mucho, mientras se le pagara a tiempo y con bonificaciones de mi parte, esto último a espaldas de Mr. Adam, por supuesto.

Lo cierto es que mis escapadas consistían en las actividades de stalker que en el futuro se convertirían en alguna especie de trademark para mi récord de chifladuras: recoger mis pasos con Jordan como acto inaugural de escenarios futuros que me harían aparecer, a los ojos de los demás, como una persona cada vez menos cuerda.

Así comencé: al principio, la visitaba de lejos, me refiero a la casa del embajador. Tal como lo hacía a los trece o catorce años; solo que, a los diecinueve, ya tenía un poco más confianza como para acercarme hasta la puerta de hierro forjado y mirar sin reparos hacia los jardines en escalera que dirigían la vista, necesariamente, hasta la construcción de piedra. Por entonces me importaba poco que las cámaras de seguridad me pillaran espiando. Igual, era la madre del nieto del embajador y todo el personal lo sabía, ¿quién se atrevería a pedirme que me largara? Nadie, en lo que a mí respecta.

Y así fue. Nadie lo hizo.

 Pero pronto, la sola acción de mirar no fue suficiente. Lo que yo necesitaba de la ex casa de Jordan no se hallaba en su fachada, sino adentro.    

Por supuesto que llegué a entrar, una última vez y bajo contubernio del chofer, con quien habíamos hecho algo así como una amistad profesional que venía de los tiempos en el que me llevaba y me traía desde ahí hasta mi hogar, para mis encuentros diarios con mi entonces noviecito con el fin de concebir a nuestro hijo en común.

No me enorgullece contarles lo que hice. Pero me adentré en la que fuera la casa de Jordan por una última vez como a finales del 99. Como era obvio, el embajador no podía ni debía saberlo, y la verdad es que, en esa mansión, no fue difícil huir del ojo de las personas que trabajaban ahí. Y si alguien me veía, pues tendría que sobornarla, vaya. Después de todo, es lo que Jay hacía todo el tiempo para mantener a su padre ignorante de mis visitas a su vivienda.

Lo cierto es que, cuando mi hijo había cumplido ya los cinco meses, su fisionomía se encontraba lo suficientemente definida como para reconocer en él a las facciones de su padre y adivinar el hermoso niño, joven y adulto en el que se convertiría. No diré que odié a Nath por ese hecho, el solo pensarlo activa en mí cualquier sentido del ridículo. Pero no podía evitar sentir un cierto desafecto hacia el niño que parecía ser el clon de su padre, el canalla abandónico.    

Como una estrategia para despreciarlo menos –a Jordan, no a Nathaniel, porque a él lo amaba, nunca he dicho lo contrario–, me embarqué en una cruzada irracional por recuperar lo que quedaba de bueno y bello de su memoria. Es así que la primera –y quizás, única– parada obligada fue la habitación de Jay, esa en la que había sido tan feliz –y quise pensar que él también–, para recostarme, solo una vez más, en la que fuera su cama.

Me quedé ahí, quién sabe por cuánto tiempo, mirando al techo. Algunas de sus posesiones ya no estaban: ni su iMac, ni sus videojuegos, ni parte de su ropa. Pero el edredón, la almohada y las cobijas parecían, incluso, hasta conservar su aroma. Me comporté lo suficientemente loca como para aspirar con fruición la tela llena de ácaros que conformaba el menaje de cama de mi ex prometido.




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