Instrucciones para restablecer el Destino

118 | Verdad o desafío

Jamás me han gustado las dinámicas de grupo. Son el anticlimático riesgo de muerte social de los introvertidos. Y si existe una que sea peor que el yo nunca nunca, ese es el desastroso verdad o desafío. El juego preferido de Christian Abadid y de Paula. Y el que correspondería con mi descenso a los infiernos.

Ya les he hablado de esto, de modo que no se trata de ninguna novedad. De lo que pasó, de la forma en la que confesé a una manga de desconocidos mis anhelos más profundos en el pasado, pero creo que llegó la hora de contextualizar. Y de cerrar, de una vez por todas, ese penoso círculo.

Para entonces ya me había tomado mi segunda o tercera Stella. La única variedad de cerveza tolerable para mi sistema digestivo por entonces, resentido ya por los trastornos de ansiedad previos y sus repercusiones somáticas.

–¿Lo quieren a la manera relajada o sexy? –preguntó mi prima al corro de invitados–. Claro, obviamente que sí. Ahora me acordaba de qué iba ese juego en realidad.

–De lo que cada uno prefiera –contestó Jay, que tenía en brazos a la nena, próxima a dormirse–. No se puede forzar a hacer a todos algo que no se quiera.

Y la gente, en general, estuvo de acuerdo, menos yo.

Obviamente se nos estaba obligando a participar de un juego en el que, quizás, la mitad de nosotros no quería estar inmerso, bajo amenaza de obligado ostracismo. Presión social, se llama. Una situación bastante conocida para mí, de la que usualmente no habría escapatoria, y menos cuando, como yo, ya me había bebido el mínimo indispensable como para sentirme envalentonada.

–Pues bien, establezcamos, entonces, las reglas del juego –cuando se lo proponía, mi prima podía llegar a ser bastante mandona–. Primera: el que se la saca, la paga.

Todos se miraron las caras en señal de extrañamiento.

–¿Cómo? –preguntó una voz que, al principio, me parecía anónima. Pues bien, no lo era. Tengo la mala costumbre de regresar a ver a mis interlocutores, y esta vez no fue la excepción. A ese timbre de profundidad media lo conocía de antes.

Se trataba de Had. Hadid en persona. Con su barba poblada que lo hacía ver aún más atractivo y exótico que cuando le conocí. Con su traje casual impecable y con un vaso de pisco sour en la mano, cómo no.

Y sobra decir que me ignoró por completo, en correspondencia con su performance en las redes. No puedo negar que su indiferencia fue uno de los factores que contribuyó a mi bajón emocional por esa noche, pero, por otro lado, era predecible. Y hasta comprensible, incluso.

Lo dejé pasar. Lo dejé hacer. Mi antiguo amante era un caso perdido. Amable con Jordan, displicente conmigo. Los hombres preferirán siempre la homoafectividad que quedar bien con las mujeres. Eso es un hecho.

Un hecho de mierda, cómo no.

Paula levantó la enorme jarra de pisco sour, y supuse, de inmediato, que se necesitaría más, mucho más para suplir la demanda. Me pregunté allí mismo a qué sabía, y si estaría dispuesta a zampármelo, en caso de que la verdad o el desafío que me tocara fuese imposible de asumir. En particular, en presencia de Jordan.

Pero emborracharme no era una opción para mí. Habría sido peor, a la larga. Estaba bastante consciente de ello, incluso en aquel momento, y ya un poquito chispa, a decir verdad. Me vería obligada, o bien a hablar, o bien a ejecutar alguna acción bochornosa y demandante. No tengo idea de cuál de las dos opciones resultaba peor, para mí.

Y tampoco entiendo por qué las personas se empeñan en amargar la vida a otras en las fiestas. Podría cada uno dedicarse a beber y a hacer el ridículo por su lado, en lo que a mí respecta. No se necesita ninguna estructura organizacional para ello.

–Segunda –continuó Paula–. Nada de peticiones o preguntas pendejas. O sea, nada de condescendencias.

–¿Y si no? –preguntó alguien, de nuevo.

Paula volvió a levantar el pisco sour como respuesta.

Estaba claro, no había escapatoria.

–Tercera regla –remató mi prima–. Sin ofenderse y sin sufrir.

Pedía demasiado, al menos, en mi caso particular. No había manera de salir impune de ahí. Eso lo sabíamos todos. Pero le seguimos la corriente. Al fin y al cabo, se trataba de la cumpleañera.

He visto a familias resquebrajarse, a parejas romper, a individuos que se las dan de duros romper en llanto, cada que a alguien se le ocurre jugar esta mierda de retos. ¿Qué no existe nadie que pueda parar esta cosa? Al parecer, no. Somos todos una manga de pusilánimes. Y nos tenemos bien merecido lo que nos pase, en consecuencia.

Y, en especial, yo.

–Pues, bien –finalizó mi querida prima, ya de por sí media borracha–. Comencemos.

Un llantito infantil rompió el solemne silencio posterior a la sentencia, y yo supuse que mi hija se había convertido en mi salvación. Bueno, fue así, en parte.

–Dámela, la llevaré a dormir –le dije a Jay, antes de que se me adelantara, y le estiré los brazos en señal de impaciencia, para que me entregase, de una vez, a la niña.

–Déjalo nena –Jordan se negó a entregármela–. Yo la acuesto. Soy un experto en eso. No me demoro nada.




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