"Al contacto del amor todo el mundo se vuelve poeta”
—Platón.
Arrugué la hoja que tenía entre mis manos hasta hacerla una bola y la lancé a la papelera que estaba junto a mi escritorio. Era el décimo noveno papel que desechaba.
Mis sentimientos por ella estaban claros como el agua del manantial del parque: la amaba. Miraba la noche, y de todas las luces brillantes que complementaban el cielo, ella era mi favorita.
Mostraba una mirada tierna a quien buscaba su ayuda, mi poetisa era tan amable, aceptaba sin interés de por medio. Las escasas horas que ella podía estar sola las aprovechaba para leer en ese lugar que seguro era su rincón feliz, alejado de todos y más cercano a la naturaleza.
En esas horas, nadie tenía la osadía de molestarla, no por miedo a recibir un grito repentino o cualquier otra mala reacción, más bien era la tranquilidad que reflejaba su rostro la que hacía que cualquier intención de interrumpir se alejara.
Esa mirada podía llegar a calmar un alma atormentada.
Fue así como me di cuenta del pacto que tenía su alma con el mundo. Ella brindaba su amor, sanaba las heridas de quien lo necesitaba con sus palabras, se llevaba el dolor ajeno dejando plasmada una sonrisa de alivio.
Y en esas horas, cuando se sumerge en su mundo, su alma va sanando.
Quizás yo debería leer algún libro de ayuda para poetas novatos.
En estos momentos los mangas no serían de ayuda, a menos que aparezca Shenlong y me conceda el deseo de ser el hermano perdido de Shakespeare. Le di un sorbo al café que estaba a mi lado, tenía que empezar a escribir para poder irme a clases. Darel prometió dejar mi nota en el casillero de mi poetisa una vez que estuviéramos en el receso; yo mismo podría intentarlo, pero mis escasas habilidades de discreción me delatarían.
Tomé un lápiz y otra hoja nueva, esta sería la definitiva.
Querida poetisa:
Todo me recuerda a ti, hasta el perro de mi vecina.
Con amor, tu intento de poeta.