Interferencias

Sala de espera

 

En una noche despejada el hombre había llegado al hospital con la ropa de trabajo insignificante y sucia. Caminaba por el pasillo a pequeños pasos, sobaba su barriga con firmeza, las manos le temblaban, tenía una mirada marcada por profundas cavidades en el rostro. Una enfermera le preguntó el motivo de su visita. El hombre soltó un murmuro banal.

El hospital era un lugar tranquilo, con ese aroma peculiar y primitivo de todo ser. El hombre sintió desesperación. De su boca, uno a uno salían pequeños seres que colgaban de sus labios para bajar a sus piernas, mientras otros trepaban por su rostro hacia sus orejas para murmurarle.

Pensó que era muy tarde, unos rascaban desde los intestinos mientras otros subían por dentro de la garganta. En un orificio de la nariz se veía luchar a uno de ellos para salir. El hombre golpeaba su barriga e intentaba caminar, las rodillas no respondían. En su ano había una lucha intensa: dos hombrecillos allí atorados manoteaban, el olor a excremento era insoportable. Todo su cuerpo palideció. La enfermera no regresaba, el lugar estaba vacío, el hombre permanecía de rodillas.

El ano se liberó de la lucha. La imagen de un cristo sobre un muro le observaba mientras los hombrecillos le rodeaban desnudos.  El hombre les maldecía, ellos miraban a todos lados con sus negros ojos y murmuraban un idioma incomprensible. Había diez hombrecillos en el lugar. Después del parto por boca, nariz y ano, la náusea dio paso al vómito. Dejó el sitio, sabía que le esperaban en casa… La enfermera regresó, encontrando solo diez soldaditos de madera sobre el piso.




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