Internado Holdertown

Introducción

UniversoAren.

Internado Holdertown

Prólogo

Llevamos con nosotros cientos de historias en las que la mujer ha conquistado al hombre de mil formas diferentes. Aunque los clichés son criticados por millones de lectores, son una parte fundamental —aunque sea de manera sutil— de muchos de los géneros que disfrutamos en la literatura. Esta historia se aleja del típico romance rosa, pero eso no significa que ignore su esencia.

Aibhil cautivó a un monarca con sus lamentos. O, como diría Aren: los lamentos de la muerte.

Todo comenzó una noche de densa niebla en las afueras del castillo. Los ladridos de los perros y el chirrido de los insectos formaban un sonido escalofriante que perturbaba el sueño, pero no fue suficiente para despertar al rey.

—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó él, preocupado.

Ella estaba de espaldas. Sus gritos, que se oían desde la habitación del otro lado del pasillo, habían despertado al monarca.

La joven, alta y de figura esbelta, se dio la vuelta lentamente. Vestía un largo y elegante vestido blanco que caía en cascada, dándole un aire casi real. Cuando O'Brien por fin pudo ver su rostro, sus pupilas se dilataron. Era verdaderamente hermosa. Su piel, de un blanco delicado, y su cabello, negro como la noche, enmarcaban un par de ojos redondos como diamantes esmeralda que le parecieron curiosamente atractivos.

—¿Es usted el monarca? —preguntó ella.

O'Brien asintió.

—Le traigo un mensaje...

Su voz era suave en ese momento.

El rey ladeó la cabeza, extrañado. «¿Un mensaje?», se preguntó. No era usual que las mujeres de su castillo le trajeran mensajes, y mucho menos a esas horas de la madrugada y llorando.

—¿Qué mensaje? —preguntó el rey, dejando a un lado sus otras preguntas.

Por un momento pensó que el castillo estaba siendo atacado y que habían enviado a una mujer para avisarle. Tal vez por eso tampoco había guardias en los grandes y tenues pasillos, iluminados por candelabros y antorchas.

Pareció que la mujer iba a desbordarse en llanto una vez más al escuchar esa pregunta, por lo que el monarca se le acercó.

—¡No llores! —rogó, y la tomó del brazo.

En ese momento, la mujer abrió los ojos de par en par, como si el tacto de O'Brien le hubiera causado un mal. Abrió la boca y gritó tan fuerte que el hombre tuvo que taparse los oídos con todas sus fuerzas. Su grito era como una bomba capaz de hacer añicos lo que estuviera cerca.

El monarca volvió a tomarla del brazo, aguantando el horrible sonido ensordecedor que salía de la boca de la mujer. Sus oídos sangrarían si no se daba prisa en callarla. Por un instante pensó en la posibilidad de cortarle la garganta con una de las espadas que decoraban las armaduras en la pared, pero desechó la idea.

No importaba cuánto le rogara que guardara silencio; ella seguía gritando como si su vida dependiera de ese chillido. Al monarca no le quedó más remedio que besarla. Y eso sí que funcionó.

Así comenzó la historia...




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