Stefan (1)
Hace muchas décadas, los lobos vivían en constantes peleas con los vampiros. Las dos naciones hermanas se destruían mutuamente sin reparos, y nadie podía contenerlas. La nación de Arcadia no aguantaba más ataques; su gente moría y los lobos no podían seguir peleando. Al monarca no le quedó otra opción que invocar al mago más poderoso de la historia: Merlín. A cambio de protegerlos, Merlín pidió una piedra de diamante que se encontraba en sus tierras. El rey, obligado a aceptar, le cedió aquel hermoso tesoro de miles de años de antigüedad que yacía en las tierras licántropas.
Cuando los vampiros regresaron a atacar a la nación de los licántropos, el mago Merlín se les interpuso. Les advirtió que, si daban un paso más, destruiría Valahia de la faz del nuevo mundo. Su monarca, el temido emperador Alucard V, lo amenazó con matarlo si no se quitaba de su camino. Pero Merlín, con su sabiduría, les mostró con su magia lo que les sucedería si no obedecían. Aterrados con el resultado, no les quedó otra opción que retirarse, pero antes de hacerlo, Alucard V le dijo: «Volveré y esta vez no podrás evitar mi furia».
El mago, claramente, no lo permitiría. Con fogosidad les respondió: «¡Hagamos un trato!». Un trato que consistía en crear una muralla forjada con magia para que los vampiros no volvieran a entrar. «Eso jamás», le respondió el emperador con sorna. Entonces el mago levantó su báculo para maldecir a su pueblo, pero antes de que eso sucediera, el emperador optó por aceptar. No podía permitirse una maldición, y menos viniendo de ese mago. Desde entonces, quedaron divididos por una gran muralla, irrompible a manos de un chupasangre o de cualquier criatura no celestial. Arcadia respiró paz y, al fin, los lobos podían recorrer los bosques con tranquilidad.
Cuando el pequeño Stefan III nació, su pueblo alabó el nacimiento con la esperanza de que él fuera el elegido por el anillo de Licaón. La profecía recitaba que «en una noche de luna menguante nacería el elegido que poseería el anillo del dios lobo». Y justo debajo de un cielo nocturno con luna menguante, aulló el heredero de Arcadia.
—Lo sé, madre. Desde pequeño me cuentas la misma historia —le dijo Stefan a la reina Leonor.
La reina estaba sentada en el borde de la cama, junto a unas almohadas, en la habitación de su hijo, el príncipe Stefan. Había subido hasta la segunda torre del castillo, dejando atrás a sus invitados nobles, con la esperanza de convencer a su hijo de presentarse en la ceremonia del anillo de luna.
—Cuando eras un niño, te ilusionabas tanto con este momento... Al fin, hoy es el día en el que, por primera vez en mil años, un nuevo futuro alfa probará suerte con el anillo de Licaón, y no quieres asistir. —Su madre se removió, inquieta.
Cada mil años un heredero era escogido para probarse el anillo de luna. Si el dios lobo no lo consideraba digno de portar aquella reliquia, Arcadia tendría que esperar otro milenio para volver a intentarlo con el próximo heredero. Y justo ese día se cumplían mil años desde que el último príncipe de la manada había sido rechazado. Esa era la razón por la que Stefan se negaba a asistir.
—Me molesta que la manada de nobles del reino venga hasta el castillo con la esperanza de ver el anillo funcionar, cuando todos sabemos que nada pasará y se irán decepcionados, porque su futuro "monarca" no es el elegido por el gran Licaón... —hizo un gesto, exagerando con los brazos.
La reina, cansada de sermonearlo, suspiró desanimada.
—Te esperamos en el gran salón —dijo sin una pizca de súplica—. Si por mí fuera, cancelaría todo, pero como ves... ya es muy tarde para eso. —Se adelantó para salir antes de que su hijo respondiera.
Ella había sido clara: lo esperarían en el salón real. Además, Stefan no podía seguir esperando a que su padre, el rey, se tomara el tiempo de venir a buscarlo y llevarlo de las orejas. Eso sí que sería peor que ser rechazado por un anillo.
Más tarde, el príncipe fue anunciado en el gran salón, donde los nobles vestían grandes vestidos y trajes de diseñador, lo que a Stefan le causó gracia. «Se visten como payasos», pensó. Sonrió y negó con la cabeza mientras observaba cómo se reverenciaban ante él. Entornó la mirada en sus padres que lo esperaban con grandes sonrisas, sentados en los tronos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, hizo una reverencia.
El salón real tenía las paredes de color crema, con mesas decoradas del mismo color, donde los nobles e invitados de otras naciones miraban sentados a la realeza con respeto y asombro.
—Si funciona, podremos acabar con el imperio de al lado —bromeó Pío, el sobrino de la reina y mejor amigo de Stefan. Vestía su uniforme blanco de todos los días.
—Si funciona, querido primo, a mi padre le dará un infarto de la emoción —respondió Stefan en voz baja.
El príncipe fue llamado por su padre hasta el centro de los tronos, donde hizo otra reverencia, esta vez solo para el rey alfa. Stefan quería salir rápido del salón; solo le quedaban unas horas para irse a su último año en el internado junto a su primo.
El anillo vino en manos de una niña loba de cabello color fuego, en una pequeña almohadilla rojiza con bordes anaranjados. Cuando el rey tomó la reliquia, sus ojos brillaron. Nadie lo había tocado desde hacía mucho tiempo.
—Mi querido heredero al trono de Arcadia, este día me honra seguir con esta tradición que lleva en nuestro pueblo por miles de años. Aunque tal vez no seas el elegido por nuestro soberano Licaón, seguirás siendo amado por tu manada arcadiana.
Stefan se había aprendido el guion de la ceremonia desde que era niño, junto a su madre. Ella se lo repetía cada vez que podía; para la reina Leonor, sus tradiciones eran sagradas.
—Me honra ser el heredero de la manada de Arcadia. Juro solemnemente que si este anillo me elige como su portador, seguiré trayendo la paz a mi nación. —Puso su mano en el corazón en señal de juramento. Su madre lo miraba desde su trono, al lado de su padre, con lágrimas en los ojos.
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Editado: 21.08.2025