Involucion - Proyecto Consummatum

☣ CAPITULO I

1

Una tenue e intermitente luz blanca, proveniente de una vieja lámpara, ilumina de forma decadente un estrecho y descuidado corredor. Sobre uno de los muros, resalta en letras negras la siguiente leyenda escrita en aerosol: Sector de Reclusión #5.

De frente, a no más de dos metros, el otro muro enmarca tres desgastadas puertas de madera. Habían sido reforzadas de forma artesanal con varillas y otros metales. Se trata de antiguos cuartos de servicio, que fueron adaptados para cumplir una nueva función.

En el pasado, esta área le sirvió al personal de mantenimiento del Sistema de Tren Eléctrico. Hoy, están al servicio del (CDI) Cuerpo de Defensa Interior.
Este cuerpo, se ha encargado de la seguridad de la colonia en los últimos veintitrés años. Y para hacerlo, tuvo que recurrir a prácticas de antaño, para mantener en control a más de novecientas almas.
Una de esas prácticas, era la reclusión.

Los pequeños cuartos que en su momento sirvieron de almacenes, habían sido adaptados para ser utilizados por el CDI como celdas. Un total de quince, repartidas en cinco sectores a lo largo del complejo subterráneo. Los sectores, que en realidad eran mas unos angostos pasillos, que variaban en el número de celdas, en la clase de presos que encerraban y en las formas que los castigaban.
Al interior de una de ellas, duerme un anciano aguardando su sentencia.

2

A la sombra de un frondoso roble, un joven contempla con nostalgia la postal que le ofrece la tarde. Árboles meciéndose al compás del viento. Rayos de sol color ciruela, proyectándose desde las ramas hasta el césped. Pájaros trinando sobre su cabeza, entonando cantos que despedían al día. Otros tantos, sobrevolaban en círculos la reserva, en busca de calor de nido, que les permita resguardarse de los peligros de la noche.

«¡Ya extrañaba esto!»

Exclamó el joven para si mismo, dirigiendo sus ojos cafés al cielo vespertino, al tiempo que deja escapar un profundo suspiro, que fácilmente habría pasado por sollozo.

De pronto, siente un vacío en su pecho que le resulta familiar y que comienza a abrirse paso por su estómago. Siente como sus pulmones exprimen todo el oxígeno sin permitirle tomar más. Ahora, una punzada en el pecho lo pone en alerta y obliga a su corazón a latir rápido y con fuerza. El temor comienza a invadirlo.

«1, 2, 3,... inhala»
«1, 2, 3,... Exhala»

Repite en su interior esta secuencia como una oración. Al mismo tiempo y de forma ansiosa, emprende una rápida búsqueda a su alrededor, y encuentra algo que le será de mucha ayuda en estos momentos.

Alguien en su infinita sabiduría, dispuso de los restos de uno de los ya escasos árboles de aquella reserva; el cual, seguramente fue cortado de manera ilegal, para convertirlo en una improvisada y rústica banca a la sombra de un roble. Banca, donde ahora el joven reposa y trata de controlar su respiración, negándose a sucumbir al trauma.
Aún así, como el ariete a una puerta de cristal, el trauma golpea e irrumpe, comenzando a invadir su mente.

Aunque es consciente de su entorno, el muchacho comienza a percibir olores que le son familiares, pero que difícilmente pertenecen a este momento, a este lugar donde ahora se encuentra. El aroma a pólvora y carne quemada, saturan sus fosas nasales, obligándolo a cubrirse la nariz. Aquel olor y esos gritos distantes, su razonamiento no los concibe dignos de tarde tan bella y tranquila.
Esto le provoca más hiperventilación, porque recuerda está sensación y sabe a qué clase de infierno pertenece.

El petricor que emanaba aquel campo, se torna en un hediondo aroma a sangre y pólvora, al mismo tiempo que los ecos de aquellos gritos, se vuelven más cercanos y estridentes. Gritos llenos de dolor y desesperación. De repente, una ráfaga de disparos enmudece a las aves y un desfile de siluetas comienzan a correr frente a él. Ve a una joven mujer de tez trigueña, escapar de lo que parece ser un niño no mayor a diez años. El crío es torpe, pero con un entusiasmo frenético. Cae y se levanta de forma admirable, obligando a correr en círculos a la mujer que intenta no ser atrapada él.

El joven intenta correr hacia ella y alejarla de su persecutor, pero para su sorpresa, las piernas no le responden; así que, recurre a otro método para llamar la atención de la joven trigueña. Le comienza a gritar:

«¡No te detengas! ¡Zigzaguea! ¡No corras en círculos! ¡No lo compadezcas, él ya no es un niño!»

Gritó con todas sus fuerzas, pero algo andaba mal. Ni él se había escuchado. Mucho menos cree que aquella mujer lo ha escuchado... ¿o si?

Con ojos de asombro, el muchacho observa a la joven mujer detenerse y acto seguido, el niño se detiene también. Ahora el muchacho es el centro de atención.
Un escalofrío le recorre de la cabeza a los pies, al observar con detenimiento el rostro de esa joven mujer.

«¡¿Sandra?!...»

Exclamó confundido.

La joven mujer, levanta uno de sus brazos y sin emitir voz alguna, sus labios se mueven, pronuncian el nombre del muchacho:

«Iván».

Sandra, le hace un gesto invitatorio con su mano a Iván, para que se acerque a ella. Su rostro dibuja una dulce e inquietante sonrisa, aunque en realidad esto no es lo que le incomoda a Iván. Lo que realmente le incomoda es que no parece asustada. Cómo si no fuera consciente del peligro que tiene a sus espaldas.

Por su parte, el niño que la perseguía parece enfermo, física y mentalmente. Pero el extrañamiento de Iván no es tanto el aspecto de ese niño, es que también lo conoce. Es Mati. Un pequeño que vive frente a su casa. Sandra se había encariñado mucho con él, y él con ella. No obstante; en esta ocasión, no ve cariño en el rostro de Mati, lo que ve es mucho dolor y también, sed de sangre.

Lagrimas de impotencia corren por el rostro lampiño de Iván, pues intenta obligar a su cuerpo a moverse, correr en dirección de Sandra y rescatarla de la crueldad que se avecina.




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