SELLERS:
El reloj seguía corriendo. ¿Hacía cuánto tiempo había esperado en ese lugar? Incluso, las paredes blancas ya me parecían amarillentas. Notaba la más pequeña mancha en las sillas. Después de todo, no tenía nada más que ver.
La mujer que estaba sentada enfrente de mí tenía la cabeza abajo, con los lentes resbalándole por la nariz, y revisaba unos papeles, calificándolos con un lapicero.
Quería irme de ahí, por supuesto.
—¡Evi Sellers! —exclamó la mujer, justo cuando un chico salió de la puerta blanca—. Su turno.
El chico me miró con una sonrisa pequeña, y se marchó del lugar.
Me levanté de mi asiento con una sonrisa, pero completamente nerviosa. Nunca iba a una consulta sin mi tía, pero ese día ella no pudo llegar. Entonces, estaba paranoica con cualquier resultado que me dieran.
Caminé hasta le puerta blanca, como si el espacio que estuviera a mi alrededor se hiciera más pequeño. Escuchaba los latidos de mi corazón cuando abrí la puerta, haciendo que sonara un chirrido. Sin embargo, en el momento en el que observé al hombre dentro del cuarto, los nervios fueron disminuyendo.
Estaba acostumbrada, pero tenía miedo.
Miedo de cualquier suceso.
—Evi, querida —me saludó el hombre, que estaba sentado enfrente del tomógrafo—. ¿Cómo estás?
Me encogí de hombros.
—Hay días mejores.
Él me dedicó una sonrisa y señaló el tomógrafo, como cada vez que entraba a ese lugar.
—Será rápido.
No respondí.
—¿No comiste nada, cierto?
Negué.
—No... al menos, durante las últimas ocho horas.
Antes de que me sentara, él me canalizó con un catéter en una vena de la muñeca. Luego me recosté en la camilla del tomógrafo. El médico movió la máquina para que estuviera posicionaba sobre mi cabeza.
Entré en el círculo, mientras esas luces analizaban mi cabeza. Entré y salí de la maquina unas cuantas veces, hasta que hizo ruido y una lucecita comenzó a girar sobre mí.
No tardamos mucho en ese proceso, que me gustaba más que otros. El catéter era incómodo, pero no me lo podía quitar. Después del proceso, me conectaron a otra máquina con una especie de manguera, colocándome otro catéter en la vena.
Y me volvieron a meter.
Sentía como se me adormecía el brazo, llevando un calor casi nada placentero dentro de mi cuerpo mientras ingresaban el líquido que traía la manguera. Y al mismo tiempo me metían y sacaban de la máquina.
En esos momentos, cerré los ojos, tratando de ignorar el ruido y la lucecita. No sentía mi brazo. Estaba muy incómoda en esa camilla.
¿Cómo no me había acostumbrado después de tanto?
Estaba mareada, de nuevo.
—¿Cómo te sientes? —preguntó el médico, quitándome cuidadosamente el catéter con ayuda de una mujer algo anciana. Ella me puso un algodón.
—Me siento un poco mareada.
—Tranquila, el efecto pasará pronto. De seguro fue por la luz, ¿no es así?
—Eso creo.
—Bueno, lo hiciste excelente. —Se giró en su asiento y volvió con la enfermera anciana, que estaba en un cuarto algo lejos de nosotros—. Tu próxima cita para revisar los resultados será... —dijo mirando a la mujer— el lunes dentro de una semana, ¿te parece bien?
—Me parece bien.
Me levanté de donde estaba, mirando como las cosas se movían de una forma extraña. Al mirar al médico, lucía una cara preocupada.
—Vas mejorando mucho —afirmó.
—No lo suficiente.
—Escucha...
—Nunca estaré sana —le respondí, impidiendo que él dijera algo—. Vendré aquí para siempre, todos los meses, de todos los años, de toda mi vida.
Hizo una mueca de angustia.
—Sabes que no podemos saber eso.
Me limité a sonreírle forzadamente, mientras caminaba a la salida.
—Gracias por todo, señor Seavey.
No escuché si respondía, ya que estaba de nuevo afuera. Miré a mi alrededor, fijándome que había algunos pacientes sentados en donde yo había estado antes.
Como hizo el chico conmigo, les sonreí amablemente.
Y salí de la clínica.
Odiaba esos lugares.
[...]
Abrí los ojos, como si mis párpados fueran lo más pesado de todo mi cuerpo. Sentí mis músculos adoloridos y mi cabeza daba vueltas. Estaba recostada en una almohada suave. Observé el lugar que me rodeaba.
Estaba en el departamento.
Traté de incorporarme para mirar mejor mi habitación. Las cortinas estaban cerradas, y apenas una pequeña luz podía asomarse en medio de ellas.
Escuché la puerta abrirse.
—¡Niña! ¡Despertaste! —exclamó Tete, acercándose rápidamente.
Tomó mis mejillas en sus manos.
—¿Qué...? ¿Desde hace cuánto...?
—Un día —murmuró ella, no demasiado preocupada con la pregunta—. Volviste muy tarde, pero creí que había tráfico o algo así. Te desmayaste en la puerta, y no supe qué había sucedido. ¿Estás bien? ¿Llamo al doctor?
—Estoy bien... —Bajé sus manos de mi rostro y las apreté en mis manos—. Gracias.
—¡Ay, no tienes una idea de lo loca que me volví! ¿En dónde estuviste toda la tarde? ¡No lo vuelvas a hacer! ¿Qué fue lo que pasó?
—Creo que... me mareé demasiado esta vez. Pero no te preocupes...
Tete me abrazó con fuerza y recibí el abrazo sin muchas quejas. Me gustaban los abrazos, y más si eran de ella.
—¿Es lunes? —le pregunté, cuando nos separamos.
—No te preocupes por la escuela. —Tete sorbió por su nariz—. Todo estará bien, ¿ok? Ya les dije que no asistirías hoy por problemas personales. Te encontrabas enferma y todo eso...
—Gracias —repetí, tratando de levantarme de la cama.
—¡Ah, eso sí que no! —Me tomó por los hombros para volverme a recostar.
—Quiero caminar —hice un mohín.
—Lo sé, pero tendrás que esperar. Come algo, descansa, y luego, si quieres, caminas.
—Necesito practicar.
—¡Eso se podrá después! Ahora no tienes la fuerza suficiente. Adivina qué: ¡preparé lasaña!
Sonreí entusiasmada. ¿Cómo podía hacerme sonreír con eso?