Itzitery

Capítulo tres: El conflicto

EMILY

Hoy sería un día diferente, y lo supe con una punzada en el pecho que me heló la sangre. Ya estaba agotada de esperar un milagro, de aferrarme a una positividad que se desmoronaba como arena entre mis dedos. En este laberinto de la vida, yo me convertiría en la negativa, la que se niega, la que rechaza las palabras vacías de los demás. Esas personas eran mi familia, pero la verdad era que no las sentía así. Las cosas no estaban tan mal, ni tan bien. Simplemente… no podía seguir viviendo así. Un huracán de frustración y rebeldía, largamente contenido, estalló en lo más profundo de mi ser, exigiendo una salida.

—Rápido, no tengo todo el día —La voz de la tía Rowan, tan afilada como un cuchillo, cortó el aire mientras bajaba las escaleras con el pequeño Lucas en brazos. Su tono no ocultaba el cansancio, ni la impaciencia, y en ese momento, me irritó hasta la médula.

—¿Y eso a mí me debe importar? —Respondí, con el ceño fruncido y una insolencia que me sorprendió a mí misma. Mis propias palabras resonaron en la quietud de la mañana, cargadas de un desafío inesperado.

En realidad, lo que ella pensara o dijera me resultaba indiferente. Apenas podía creer que me tolerara, que yo siguiera bajo su techo, en una casa compartida con personas que insistían en llamarse mi familia. Sentía una profunda incomodidad, casi asco, ante la idea de no soportar a mi propia sangre, pero esa era la verdad, desnuda y cruda. Ya no podía seguir allí, no un minuto más. Desde que hablé con mi padre por última vez, desde que me sumergí en las páginas del diario de mi hermano, una revelación se había grabado en mi alma: esta vida no era la que yo deseaba. Como dueña de mi destino, quería decidir mi camino, sin ataduras, sin sombras. Era una necesidad visceral, una sed de libertad que me consumía por dentro.

—Mocosa insolente, yo no tengo la culpa de todas tus desgracias. Así que será mejor que te metas esto en esa cabeza dura que tienes… —Se acercó a mí, soltando a Lucas en el suelo con un golpe seco, como si el niño fuera una carga más. Su aliento, pesado y fétido, golpeó mi rostro cuando su voz se endureció, sus ojos brillando con una furia contenida—. Estás en mi casa y no pienses que vas a vivir gratis aquí.

—¿Qué quieres decir? —Pregunté, mi voz apenas un murmullo, ahogada por la indignación y un miedo que se aferraba a mi garganta. La amenaza era palpable, una niebla fría que me envolvía.

—No balbucees, no eres un bebé. Y quiero decir que tienes que empezar a trabajar, y si vienes a esta casa sin dinero, te me vas. —No respiró ni un segundo, sus palabras, una ráfaga ininterrumpida, me golpeaban como piedras. La amenaza era clara, brutal, sin espacio para la réplica.

Sus palabras me golpearon el alma. Me quedé completamente estupefacta, sin poder creer lo que me estaba pidiendo. ¿Trabajar? Yo era demasiado joven, una niña, y no podía infringir la ley de mi país solo porque a mi tía le había dado uno de sus ataques de locura. Esperaba, con una ingenuidad infantil, que se diera cuenta de lo que me exigía, pero al ver a mis pequeños primos, apenas unos niños, levantarse al alba para ir a trabajar, comprendí que jamás lo haría. Ellos eran la prueba viviente de su crueldad. La injusticia me carcomía las entrañas, pero la impotencia me ataba, dejándome a merced de su tiranía.

—Soy menor de edad… No puedo hacer eso, yo… —intenté argumentar, pero ella me interrumpió con un gesto tajante, sus ojos brillando con una determinación implacable.

—¿Y tus primos no son menores? —Alzó una ceja, una sonrisa cruel se dibujó en sus labios, revelando la oscuridad de su alma.

—Lo son.

—Así es… Lo son, pero…

—Pero nada, inmediatamente te buscas un trabajo. No hay discusión. Observé con una claridad dolorosa cómo mis primos y mi tía se retiraban, como autómata, para cumplir con su obligación, su trabajo. Aún no lograba descifrar con exactitud cuál era ese trabajo, esa labor misteriosa en la que parecían dejar su vida, consumiéndose lentamente. Toda mi familia tenía esa clase de trabajos forzados, trabajos de un calibre de dificultad tal que me helaba la sangre. Un sudor frío me recorrió la espalda al imaginarme atrapada en esa misma telaraña de explotación.

Salí de la casa, cada pisada que daba en el asfalto me recordaba las hirientes palabras de mi tía. Cada paso era un eco de su desprecio, un dolor que se extendía desde mi pecho hasta la punta de mis dedos. Pensar que era una de sus sobrinas, su propia sangre. ¿Ella habría sido del mismo modo con mi hermano? ¿Qué sería de mi hermano en este momento? ¿Qué tan mal la habría pasado? Las preguntas se agolpaban en mi mente, una avalancha de angustia que amenazaba con aplastarme.

Caminaba por las calles, que se tornaban cada vez más oscuras, cada vez más dolorosas, cada vez más indispensables. Al igual que mis pisadas, eran pisadas densas, cargadas con un presente incierto, un pasado oscuro y un futuro que se desdibujaba en la penumbra. Cada paso me hacía dudar de muchas cosas, cosas que en algún momento pude haber imaginado como falsas, o quizás estaba completamente loca al pensar que mi familia era normal. Esa pregunta tenía una respuesta desafortunadamente negativa: no éramos normales en absoluto, y creo que esa locura corría en nuestra sangre, una herencia maldita. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, la sombra de una verdad inquietante, pero innegable, se cernía sobre mí.

—Ay, hermano mío… quisiera que estuvieras aquí, ahora mismo, a mi lado. Me resulta tan difícil seguir adelante, tan pesado, y aún más hacer lo que me piden… Recuerdo cada vez que me contabas ese maravilloso cuento, creo que se llamaba Itzitery. Jamás podré olvidar que pensaba que me hubiera encantado ser ella y tener ese hermoso final que ella misma logró crear en ese maravilloso mundo de inestabilidad emocional que sostenía, esa oscuridad, esa magia ejemplar, al igual que ese maravilloso mundo que una vez logró crear —Dejé escapar un largo suspiro de mis labios, un suspiro cargado de dolor, de añoranza, de una tristeza tan profunda que me oprimía el pecho. Era un suspiro que quería soltar hacía mucho tiempo, al igual que esas palabras que tenía atoradas dentro de mí y que jamás pude haberlas dicho antes. Mi voz, un susurro quebrado, se rompió con la emoción, convirtiéndose en un lamento ahogado por el viento.




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