Reynold Thompson jamás habría imaginado que estaría por observar la explosión de una cantina de venta ilegal de alcohol, hasta ese día.
Todo comenzó cuando leyó la noticia sobre su padre muerto, Karl Thompson. Lo encontraron flotando en un rio, junto al ex capitán de la policía. Aunque la noticia afirmaba que se trataba de un acto delictivo por parte de criminales altamente peligrosos, gangsters o contrabandistas, Reynold sabía que eso no era más que una manipulación de los medios para tapar la verdad. Los que mataron a su padre eran aquellos que tenían que protegerlo, sus compañeros.
Desde ese día, la relación con su madre empezaba a ir de mal en peor. Mientras él insistía en hacer algo, su madre decía que debían quedarse escondidos y a salvo. Como quería su padre. ¿Acaso creía que podían estarlo? ¿No veía los horrores que ocurrían fuera de la casa? Además, para Reynold, la palabra de un muerto apenas significaba algo. No es que hubiese perdido el respeto hacia su padre, de hecho, era justo lo contrario. Lo admiraba y sabía que la razón por la que había muerto fue por tratar de hacer lo correcto.
Reynold, que siempre se vio como alguien muy maduro para su temprana edad, confiaba en que ya no era tiempo para acciones heroicas. No, él aseguraba que para vencer el mal que estaba pudriendo la ciudad había que comportarse como un villano. Combatir fuego con fuego. Así obtendría la venganza que creía merecer.
Pensaba que una ciudad destruida y en ruinas, no podía ser conquistada. El tirano que tomó por la fuerza el control de la ciudad, a la policía y suponía que también a la alcaldía; no gobernaría una ciudad que no valiera la pena. Llena de conflictos, disturbios y caos. Esa se transformó en su misión personal. Tal vez causaría daño a gente inocente, pero cuando el tirano se marchara de la ciudad todos sabrían que fue un mal necesario.
Desde ese día, Reynold y algunos de sus compinches hicieron todo lo que estaba a su alcance. Grafitis en las paredes, vidrieras rotas, patrullas con las ruedas reventadas; todo era obra de ellos.
No era suficiente. Como bien se lo hizo saber un hombre que lo observaba mientras escribía encima de una pared: Muerte a la corrupción.
Fue unas dos semanas después de haber empezado con eso.
—Si piensas delatarme, la usaré —amenazó Reynold al hombre, empuñando un arma. La pistola de su padre. La había tomado de su casa esa misma noche, a escondidas de su madre.
—Si tú me muestras la tuya, te mostraré las mías. —De un momento a otro, el hombre tenía un revólver en cada mano y las movía como si fueran simples juguetes—. Son hermosas, ¿verdad?
Vaya que sí lo eran. A pesar de la oscuridad de la noche, las armas expedían una luz brillante. Reynold pudo notar que cada revólver tenía un nombre grabado, pero debido a la distancia no llegaba a ver cuáles eran.
—¿Quién eres? —preguntó, alarmado.
—Alguien que quiere ayudarte —respondió.
—¡No necesito ayuda, no dejaré de hacer estas cosas! —exclamó, casi a los gritos—. La ciudad se pudre y a nadie parece importarle —admitió, desganado.
—A mí sí me importa y no quiero que tú dejes de hacerlo. Quiero que lo hagas mejor —confesó el hombre—. ¿Acaso acabaste con algo de la corrupción que existe en esta ciudad, con eso? —preguntó señalando la pared.
Reynold se paralizó, tratando de comprender lo que el hombre decía.
—Por tu silencio, creo que no. —El hombre suspiró—. También quiero cambiar lo que ocurre en esta ciudad —prosiguió, con voz cansada— y no soy el único. Pronto nos reuniremos y quiero que estés presente. Lleva a tus amigos si lo deseas, Reynold.
—¿Dónde se...? Espera... ¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó, pero el hombre no contestó, ya había desparecido. Corrió hacia donde estuvo parado un momento atrás, pero no vio a nadie. Solo un pequeño folleto con un título que decía: «Recuperemos Nuestra Ciudad». Debajo de este se encontraba una dirección que indicaba el lugar de reunión, acompañada de la fecha y la hora. Faltaban solo dos días.
A la noche siguiente le contó todo a sus amigos, omitiendo el dato de que aquel sujeto sabía su nombre. Sus amigos le dijeron que no irían y que él tampoco debería, podría tratarse de un engaño de la policía o algo así. A pesar de que ellos pudieran tener razón, Reynold sentía curiosidad. Decidió ir y, por si acaso, llevaría el arma de su padre.
Cuando llegó el día, se hallaba en el lugar una hora antes de lo que decía el volante. Quería comprobar si era verdad que ahí se celebraría una reunión y también ver el tipo de gente que asistiría. Mientras pasaban los minutos, llegaban cada vez más y más personas. Algunos vestían con ropa casual y otros el uniforme de trabajo. Reconoció a muchos de ellos y tuvo un golpe de remordimiento, pues él y sus amigos perjudicaron el negocio y actividades de algunos. Para calmarse, se dijo a sí mismo que esos daños colaterales eran necesarios en sus actos de vandalismo. Aunque él lo consideraba más bien como una lucha por la libertad y persecución de la justicia.
Al notar que todos entraban en un galpón con una puerta de chapa, cuando faltaban solo diez minutos para la hora establecida, siguió a la gente que se encontraba dentro. Una vez allí, notó que había un gran escenario y una multitud debajo de este. Recorrió el lugar con la mirada, intentando encontrar algo que pudiera parecerle una trampa, observó a varios hacer lo mismo, pero ni él, ni ellos, dieron con algo preocupante.
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Editado: 08.01.2021