La polvareda ocre se levantaba en remolinos con cada ráfaga de viento, acariciando los muros de adobe y las techumbres de paja del pueblo de Eldoria. No muy lejos, el río serpentina ofrecía un respiro de la sequedad, y fue precisamente en sus orillas donde los destinos de Adriel y Zars se entrelazaron por primera vez. Ambos eran apenas más que muchachos, con la curiosidad indomable de la adolescencia y el mundo aún por descubrir.
Eldoria no era un lugar de grandes aspiraciones o cambios abruptos. Era un pueblo arraigado en la tradición, donde cada día seguía el ritmo pausado del sol y las estaciones. Sus casas, de un barro rojizo que se mimetizaba con el paisaje, se agrupaban en torno a una plaza central, donde el pozo del pueblo era el corazón de la vida social. Por las mañanas, el aire se llenaba con el tintineo de los cencerros del ganado que pastoreaba en las afueras, el aroma a pan recién horneado que salía de la única panadería, y el murmullo de las mujeres que lavaban la ropa en el río, intercambiando cotilleos y consejos.
Las costumbres eran la espina dorsal de Eldoria. Los días estaban marcados por las faenas agrícolas, las ceremonias sencillas para rogar por las lluvias o agradecer las cosechas, y las reuniones vespertinas donde las historias de los ancestros se contaban una y otra vez, reforzando el sentido de pertenencia y los límites de lo conocido. La vida giraba en torno a la familia y la comunidad, donde el papel de cada uno estaba bien definido desde el nacimiento. Los hombres trabajaban la tierra o las pocas artesanías, mientras las mujeres se encargaban del hogar, los hijos y la elaboración de textiles y cerámicas. La posición social era inamovible: el jefe de la aldea, el escriba, los pastores, los artesanos; cada uno en su lugar, cumpliendo su función sin cuestionamientos.
Las pocas diversiones eran simples: las rondas de canciones alrededor de una hoguera en las noches frescas, los juegos de los niños en la plaza, y los mercados ocasionales donde se intercambiaban bienes con los pueblos vecinos. Los libros, como los que Adriel atesoraba, eran una rareza, reservados para el escriba y unos pocos elegidos, vistos más como herramientas para llevar registros que como portales a otros mundos. El conocimiento era práctico, y la imaginación, a menudo, vista con recelo, como una distracción de las tareas vitales.
En este ambiente de rutina predecible y apego a lo establecido, la presencia de Adriel y Zars, y la inesperada conexión que comenzó a forjarse entre ellos, era un susurro disonante. Adriel, delgado y de cabellos color trigo, solía escapar de las tareas del campo para sumergirse en la lectura de viejos pergaminos que su abuelo, el escriba del pueblo, guardaba con celo. Un día, con un rollo de papiro bajo el brazo, buscó la sombra de un viejo olivo a orillas del río, ajeno al mundo a su alrededor. Estaba absorto en la epopeya de un héroe olvidado cuando un chapoteo cercano lo sobresaltó.
Allí estaba Zars, el hijo del jefe, un torbellino de energía y músculos incipientes, lanzando piedras planas sobre la superficie del agua. Su risa, fuerte y despreocupada, llenó el aire. Era conocido por su espíritu inquieto y su rechazo a las formalidades que su posición le imponía. Al ver a Adriel, con su figura más menuda y su concentración evidente, una curiosidad inusual lo invadió. Se acercó, su sombra cayendo sobre el pergamino abierto.
— ¿Qué lees? — preguntó Zars, con una voz que, a pesar de su juventud, ya mostraba un tono de mando. Adriel levantó la vista, sorprendido. Rara vez alguien se interesaba por sus lecturas.
— Historias de antaño — respondió Adriel, con un rubor que subió por sus mejillas. — De un héroe que luchó contra un dragón —.
Zars frunció el ceño. — Suena aburrido. Ven y lanza piedras. Es más divertido —.
Adriel sonrió, una sonrisa tímida pero genuina. — Quizás para ti. A mí me gusta imaginar otros mundos —.
La respuesta de Adriel no fue lo que Zars esperaba. No hubo sumisión, ni la típica reverencia que los demás chicos le mostraban. Había una chispa de inteligencia en sus ojos, una calma inesperada. — Enséñame — dijo Zars, sentándose a su lado, sorprendiéndose a sí mismo por la petición.
Y así, bajo el sol implacable de Eldoria, entre las páginas de un pergamino antiguo y el murmullo del río, Adriel leyó, y Zars escuchó. Horas se desvanecieron mientras las palabras tejían imágenes de batallas épicas y amores prohibidos. Zars, que nunca había encontrado placer en los libros, se vio cautivado por la voz melódica de Adriel y las historias que cobraban vida. Ese día, no solo se conocieron dos jóvenes, sino que se sembraron las primeras semillas de una conexión que, sin saberlo, los llevaría por un camino de amor, tragedia y un destino inevitable.