Jefe, quiero que sea mi novio

1 •Soy tu Dios ahora•

—Buenos días, señor Hotter, bendiciones de lo alto, ¿cómo se siente hoy? ¿Le gustó la reflexión de la mañana que le mandé?—Parpadeo un segundo, pasando de lo que dice.

Tengo suficiente con su tono chillón, así que no voy a extenderla mucho.

—Bien, mire, estos son los documentos que me pidió—marca con su dedito.

Ha tomado asiento sin pedírselo, lo que ahora llama mi atención.

—Analicé lo que me pidió y...

—Y no te estoy preguntando—para, enderezada al mirar las primeras páginas de los informes.

Coloco lo suyo del lado derecho, que para ella es el izquierdo.

—Se supone que...—La miro—. Va de mi lado derecho que es su izquierdo—comenta, mordiendo su uña.

—No me digas—mascullo, burlón.

—Déjeme lo ayudo a organizarlo—los toma, echando la pila al suelo en medio de la maldición silenciosa que suelto—. Perdón, señor—se hinca, intentando arreglar el desastre—. Estoy media torpe—alejo la silla, viendo lo que hace.

—Media—repito, ante la mirada que baja—. Y no has aprendido nada sobre los espacios personales, Sarah—escucho que traga al ordenarlo todo como lo tenía, agradecido que la buena memoria que tiene.

—Disculpe, señor, pensé que sería bueno ayudarlo—carraspea.

La miro un segundo, movido en el asiento al quedar de lado.

Esta vez no se sienta, sino que acomoda la silla en el justo espacio, quedando en frente con sus manos cruzadas sobre su falda.

—No necesito que pienses por mí—eleva un poco el mentón—. Tampoco tienes que preocuparte por mi bienestar—me acomodo, acercando el sillón al escritorio—. ¿Desayunaste? ¿Comiste? ¿Había gas en tu casa el día de hoy?—reviso lo otro al oír su respiración.

Abre la boca, dándose cuenta que mi diálogo es una trampa.

—Exacto, son cosas que no me interesan—murmuro—. Tampoco aportan nada a la empresa—sigo—. Mantente así y estaremos bien hasta el término de tu contrato.

—De acuerdo, señor—acepta—. Perdone otra vez, fue un error en la matrix de mi personalidad—suelto el aire, viendo la sonrisa que le causa lo que acaba de soltar—. Oiga, ¿ya supo que Rosa, la de Asuntos Legales, va a tener un bebé?—Su emoción se desborda, dando saltitos en el lugar—. Armamos el babyshower, está invitado, si quiere ir.

—No me interesa—inspecciono los papeles.

—Le puede regalar un auto con asiento para bebé—subo la vista hacia ella—. Solo fue una sugerencia.

—¿Por qué no se lo compras tú?—reviro.

—Pues porque soy pobre—dejo el trabajo a un lado.

Le hago una seña para que se siente, inclinado en el espacio.

—Tú no eres pobre—susurro—. Llevas años aquí y ganas muy bien—sigo—. Tu cuenta de ahorro es impecable, así que si deseas hacerle un regalo, hazlo tú y no hables por mí—vuelvo a mi sitio, a lo que se acerca con cuidado.

—Eso es para cuando me vaya de casa tener dónde caerme muerta—ruedo los ojos—. Usted mea y caga dinero, por si no se ha dado cuenta.

—Por lo mismo, no me da la gana hacer un regalo de esa índole—espeto.

—Bueno, pero no se enoje, solo era una sugerencia—emite—. Por cierto, olvidé decirle que hay algunos candidatos a los puestos que buscan ocupar en la empresa, por si desea mirarlo—apunta.

—Si encuentro alguno que te sustituya, te lo informaré—suelta un bufido—. Ya puedes retirarte.

—Sí, señor—rueda los ojos.

—No sé qué esperas de mí—detiene los pasos al ir encaminada a la salida—. No deberías esperar tanto.

—¿Por qué no?—voltea—. Tiene derecho a devolver los buenos días, las bendiciones, incluso a dejar que la gente hable sobre lo que le hizo sin que tenga que pedírselo—revira—. ¿No se ha dado cuenta que echa a todos como si no fuéramos nada? Incluso a mí, que le conozco el temperamento y cada día tiene uno nuevo bajo la manga—subo las piernas en la madera.

Recuesto el cuerpo del espaldar, juntando mis dedos sobre mi torso.

—Nos trata peor que a los perros.

—¿Terminaste?—Permanezco impasible, moviéndome en la silla de un lado a otro.

Casi puedo ver cómo toma lo que hay en el espacio y me golpea la cabeza con ello.

El pensamiento no me aparta de su expresión molesta, ni de los puños que muestra.

—No—habla, cerrando los ojos, contenida—. Padre nuestro que estás en el cielo...—Emite su mantra en tono bajo, aunque somos dos en la sala, piensa que no puedo escucharla.

De todos modos, no tiene a nadie quien la escuche, aparte de mí, por lo que espero a que termine su rezo, cruzados los brazos sobre mi pecho.

—Sí—cambia la resolución al acabar la oración.

—Lo primero que debes saber es que te contraté para hacer tu trabajo, no para que me saludes, sepas cómo estoy o me envíes mensajes con referencia a tu Dios—concreto, alto.

Gira a verme, intentando que no le afecte lo que digo.

—Si estás esperando algo a cambio, sigue adelante, la Biblia dice que la fe mueve montañas, ¿no?—Vuelvo a acomodarme—. Y para que tengas algo que contarle a los demás, déjame te abro la puerta para que salgas—voy hacia allá, tomando el pomo para que pasa—. ¿Así está bien?




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