Jefe, quiero que sea mi novio

4 •Buenas obras•

《 Dine 》

—Eso explica muchas cosas—sopesa, en su lugar.

Su tono hace que me sienta más mal.

El trato que le di hace un rato fue horrible.

Lo peor es que no me puedo disculpar.

El orgullo no me lo permite y la culpa que carcome mi pecho, solo me hace darle la espalda.

En sus cinco años a mi lado, hubiera tomado esa frase en un tono burlón.

Habría hecho una broma, incluso.

De algún modo la estaba esperando, aunque hoy no llegó.

No me está tolerando y lo entiendo si de alguna manera, busca acabar todo hoy gracias a nuestra extraña relación.

Siento la emoción lastimar mi garganta, bajando un segundo el mentón.

—Lo perdono igual—murmura, cansada de esperarlo—. Trataré de no atraer llamadas misteriosas—intenta aminorar la tensión.

Toco mis ojos un momento al descansarlos más cerrados, atento de nuevo al frente.

—Lo hace de vez en cuando, sobre todo conmigo, no sé por qué te cayó en la línea—hablo—. No me llegó tu aviso.

—No le avisé, porque estaba ocupado—explica, demasiado fija en su sitio.

—Entiendo—hundo el entrecejo—. Llama cada año, cerca del mismo día en que lo hizo.

—Es como un premio—piensa en voz alta—. Lo lamento, no...—Niego, tranquilizándola.

—Sí es eso, Sarah—acepto—. Una victoria por quitármela.

—La próxima vez, no contesto—indica, segura.

—Yo me encargo—auguro—. Muchas gracias—apenas la miro al trazar sus pasos a la salida.

—Hasta luego—despide, pegando la espalda en el reposo, negando.

—¿Qué hiciste, Dine? ¿Qué carajos hiciste?—regaño, apretando mi cabeza con los puños.

No atiendo el monitor porque el botón me indica que acaba de apagarlo.

Entreabro mis labios al saber que está llorando, teniendo nulas herramientas para usarlas en estos momentos.

Cierro la llamada que entra, poniendo la opción para recibirlas todas.

Lo hago hasta que me canso, sin obtener nada de mi obra caritativa.

Lo mejor sería pedirle perdón y no atender lo que le corresponde.

A pesar de ello, acepto que estoy enojado conmigo mismo y el mundo entero, mientras dejo que otros paguen los platos rotos, sin tener que hacerlo.

Pego los codos sobre los documentos, masajeando mi cara.

Trato de obviar las circunstancias en lo que corre del día.

Soluciono la salida que haría en su compañía, pidiendo una reunión virtual para no hostigarla.

Le doy el descanso que necesita, notando su usencia hasta el almuerzo.

Recibo lo que ordenó con una nota que alguien más escribió, por lo que tiro el recado a la basura al comer solo un poco del pescado.

Finjo que no me como los tostones verdes y que de paso, me gustó el servicio solicitado.

Guardo la ensalada para más tarde, dándome cuenta que el malestar en mi estómago va desapareciendo.

No entiendo cómo, ni por qué, así que decido ignorar lo que sucede.

Procedo a ordenar los documentos para la videoconferencia, recibiendo un email de su parte.

Es el orden detallado de lo que pudo haberse comunicado en la sala de Juntas, cosa que me salva la vida al ponerlo como buen justificante.

Tenerlo les permite evaluar su estado, aceptar alternativas u otras propuestas si de verdad quieren dejar las acciones en mis manos.

El trabajo de esta empresa siempre ha sido impulsar a las personas a su respectiva independencia.

Si no quieren hacerlo, no puedo hacer otra cosa que lamentarlo.

Porque no es mi problema que no acepten dar el paso.

—Entiendo que está desesperado por ser parte de nosotros, pero nosotros no estamos desesperados por tenerlos a ustedes si no quieren trabajar en las estrategias que les planteamos—comento, escuchando su queja por lo que digo—. Da igual que el legado familiar esté dirigido sólo a un público amante de las telas grises, eso no funcionará ni en la bolsa de valores—restriego—. Usted no puede pensar que una empresa que distribuye al por mayor, al detalle y al a veces, empezará a estirar sus ganancias y a crear un imperio, así, de la nada—reviro—. Es que no, nosotros trabajamos para ponerlos en alto, no para que sean unos mediocres de pacotilla—espeto—. No me importa lo que diga, estoy siendo sincero al cien por ciento, ¿o no le gusta trabajar así?—Me saco los audífonos, golpeando el escritorio al pasar las palmas por mi cabello—. Haga lo que quiera o váyase al diablo—maldigo, cerrando la tapa del computador.

—¿Mal día, señor Hotter?—No me sorprende tenerla presente.

Lleva un rato ocupando espacio como la materia que es, solo que no he pedido su intervención, por más que la necesite.

—No empieces, por favor—pido.

—No, pero si estoy terminando—se burla.




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