Jefe, quiero que sea mi novio

13 •Humano•

Para el día siguiente, tiene los viáticos pagos solo por cortesía.

Recibe una comisión que Jornia le entrega, pidiéndole disculpas antes de despedirla al tomar el vuelo.

Le aparto la vista en la cruzada de brazos, dándole un gesto negativo en cuanto recibo su mirada.

—Eres un idiota—reprende—. No puedo creer lo que le hiciste a esa muchacha.

—Ella lo hizo sola—respondo—. Y tú fuiste muy estúpida al pintarle un mundo de rosas.

—Dine, ¿qué diablos pasa contigo?—Me da la vuelta, enfrentándome, sin reconocer al hombre que tiene en frente—. No te reconozco—admite, decepcionada—. Las personas tienen sentimientos, no son un títere que puedes mover como se te da la gana.

—No te pedí que te quedaras—hablo—. Hace mucho pudiste haberte jubilado y quisiste permanecer donde no te necesitaba—recalco—. Tu sentido de la humanidad, no va conmigo, porque no importa lo que digas. Se harán las cosas de acuerdo a mi orden—indico—. Procura estar preparada para darte cuenta que no tengo sentimientos.

—Eres un desgraciado—libera—. Qué vergüenza me das justo ahora—trago la saliva en lo que pasa de mí, pidiendo un taxi a la salida.

Por supuesto que no va a compartir el mismo espacio que yo, por lo que entro en el coche, atento al frente.

Traigo las carpetas, la portátil y los demás documentos, al despacho, posando todo entre el buró y el suelo.

Atiendo las llamadas, escribo en la libreta, al paso de las horas donde nadie me molesta.

No quiero visitas inesperadas, ni responsabilidades con las que pueden lidiar.

Ahora mismo, todos deben hacer el mismo trabajo que ella o nos vamos a la mierda antes de lo pensado.

—Jefe—los toques en la puerta me hacen elevar la vista—, le traje comida—miro a Mariana sostener una bandeja, pasando adelante al podar el objeto en la mesa que separa los muebles.

—No tengo hambre, pero gracias—despido, a lo que sale en esa ojeada, siguiendo en la redacción.

Las horas pasan y pierdo el control ante el paso de los días.

Acabo con la pila de papeles, al igual que acepto las batallas perdidas en el negocio.

Trato de no pensar en Sarah, pero realmente me es imposible.

No niego que la extraño.

El problema es que no tengo intenciones de decirlo, de llamarla o de pedirle que vuelva.

Tomó una decisión que no le costó absolutamente nada pensarla.

No le importé en lo absoluto y me dejó solo con los resultados de su propia consecuencia.

Pongo boca abajo el teléfono, notando que los archivos que ordenó, ahora están llenando el piso alfombrado.

Suelto el bolígrafo al captar el mareo, asediado por el temblor de mi cuerpo al ponerme de pie.

Si no fuera porque hace años pasé algo parecido, no sabría que estoy deshidratado.

Traigo el suero, colocándome la vía mientras dejo el brazo en reposo.

Regreso a las labores en medio del dolor de cabeza, a nada de soltar un bramido por la persona que molesta.

Quedo rígido al verlo entrar, impregnado de la sorpresa al ver su alrededor, pisando las esquinas de los documentos.

—Pero...—La voz se le queda a medias—, ¿qué es esto, Dine? Tu oficina es un desastre—pregona, anonadado—. ¿Y dónde está tu secretaria, asistente o como le digas?—rebusca, mirando desde afuera al no hallarla.

—Se fue—resto, apartados mis ojos de los suyos.

No puedo creer que de verdad lo haya contactado.

No tenía idea de que venía.

Si lo hubiera sabido, no encontraba el revoltijo que tengo acá.

—¿Se fue? ¿Esa es tu respuesta?—indaga, a modo de regaño.

—Le di la opción de quedarse o irse y se fue—hablo, sin darle atención.

—La despediste—resuelve, extendiendo el brazo hacia mí.

—Ella eligió su camino—aplasto el puño en la carpeta.

—Pero, hijo, ¡por amor a Dios!, si es que no puedes ni contigo—reclama—. ¿Cómo vas a dejar que se vaya? ¡Esa mujer era tu fuerte! ¡La única que sostenía todo tu peso y la echaste!—larga, reprochando mis actos.

—¡Sarah me desobedeció!—enuncio, molesto—. Lo único que han hecho todos estos malditos días es recordarme lo grandiosa que era, pero nadie piensa en mí, ¿no? ¿Dónde quedan mis sentimientos con respecto a lo que me hizo?—defiendo—. Lo que le hice fue un favor, ya estaba cansada de mí.

—Pero tú no estabas cansado de ella—golpea.

Sacudo la cabeza, ignorando sus palabras.

—Y tus sentimientos no importan cuando eres un egoísta de pacotilla que cree que el mundo gira en torno a ti—refuta—. Lo que te aseguro es que tú todavía no sabes lo que es desobediencia—zanja—. Te estaba haciendo un favor, no sólo a ti, también a esas personas.

—¿Entonces lo sabes?—inquiero, ladeando la cabeza.

—Claro que lo sé; sé todo lo que pasa en esta empresa—habla, alto—. Conocí al señor Rombanbon, de Grey, cuando estaba en la escuela de leyes y luego me pasé a la facultad de economía, donde conocí a tu padre—desglosa—. El negocio de Alberto siempre le perteneció a su esposa, quien quiso que sus costuras subieran de nivel, pero luego falleció y le tocó concretar todo en medio de su duelo—expone—. Fue un milagro que alguien como tú le hiciera caso, me llamó llorando cuando tuvo los primeros planes en la mano y me agradeció, pero yo no tenía idea de lo sucedido, yo no auxilié a ese señor—el corazón se me cae al suelo—. Y el día que tu secretaria fue a verlos, me invitó a comer feliz en un sitio de su clase donde probamos sopa china—avanza un poco—. ¿Sabes qué me dijo?—niego—. Que esa mujer los alumbró; fue la luz al final del túnel—parpadeo, incómodo—. Dine...




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