Jo

Acto 3#.- Pistas, sospechosos y un muro

Jo salió a paso veloz del hospital.

        Comenzó a caminar hacia el estacionamiento de la plaza continua para buscar su pickup Ford oscura. Mientras llegaba y sin disminuir el paso, empezó a quitarse las prendas de ves­tir que tenía encima, lo primero fue el saco. Era pleno verano, además de mediodía, por lo que hacia un calor bochornoso y no era precisamente un día para vestir tales ropas. Suspiró de satisfacción al sentir el leve aire que hacia al caminar, le re­frescaba un poco.

        La camiseta blanca de manga larga estaba sudada, se la quitó dejando ver una confortable camisa. Se quitó la corbata que sentía lo estaba asfixiando. Él, siendo él, no Jo, odiaba los trajes formales.

        Al llegar a la camioneta, se apresuró a dejar en la parte trasera toda la ropa que había hecho bolita. Se quitó los zapa­tos para ponerse unos tenis más cómodos y en cuanto subía, sacó su teléfono celular del bolsillo para marcar al número de Un Cesar.

        —¿Qué puedo hacer por ti, Jo?

        Como siempre, Cesar iba directo al grano.

        —¿Puedes investigar a Joe Lawrence e Iván Vila y enviar­me todo lo que puedas de ellos?

        —Me encargo de inmediato —Jo alcanzó a escuchar como desde el otro lado Cesar tecleaba—. ¿Qué es lo que sa­bes de ellos? —terminó cuestionando.

        —No mucho, en realidad. Sus perfiles llamaron mi aten­ción; ambos estuvieron asistiendo a terapias, y sospecho que alguno de ellos fue el agresor. Aparentemente, el ataque no fue planeado porque el agresor atacó dejando a testigos vivos y no existe probabilidad de que sea un ataque por rencor o venganza, pero nunca lo sabremos porque dos de los atacan­tes murieron...

        Jo se detuvo drásticamente al escuchar reír a Cesar.

        —Jo... dime algo que no sepa.

        Jo frunció el ceño.

        —Hablaba conmigo mismo —respondió.

        —No tenía idea de que hicieras eso. ¿Algo más que pueda hacer por ti?

        —Sí, ¿pudiste conseguir alguna copia de las cámaras de seguridad del Centro Militar?

        Una de sus cartas era obtener las imágenes de lo que suce­dió aquella noche y ver si podía dar con el sospechoso.

        —Lamentablemente no —respondió su colega—. Al final, no existe ninguna cinta de seguridad. Las cámaras utilizadas solo monitoreaban, no grababan.

        —¿Cómo? —Jo se extrañó al escuchar eso—. Pensaba que todo negocio o establecimientos tenían cámaras de vigi­lancia que grababan 24/7.

        Frunció todavía más el ceño, no podía creer ese terrible desliz por parte del establecimiento.

        —No necesariamente —respondió Cesar—. Es recomen­dable tenerlas para utilizarlas si alguna vez pasa algo como un atraco o ataque, pero no es una ley tal cual.

        Jo se recargó en el asiento mientras miraba, pensativo, el techo.

        —Un enorme motivo para que la policía no tuviera más pistas. Esa fue negligencia del director del cuartel.

        —¿Pero sabes que es lo interesante? —prosiguió su com­pañero—. Descubrí que una cuantiosa suma de dinero fue do­nada a la comisaria municipal. ¿Sospechoso no? Creo que se debe a ese incidente, como esa información no salió a la luz, quiere decir que la policía y los militares entraron en un co­mún acuerdo para que la policía no revelara la negligencia del director, y por ese motivo, el caso quedó estancado y dado por terminado por la policía.

        —Como lo sospechaba —dejó escapar en suspiro—, el ataque no pudo ser al azar, ahora no me queda ninguna duda de que fue alguien del cuartel. Esa persona debía conocer que las cámaras no grababan.

        —Es probable, pero ten en cuenta que ese detalle es infor­mación clasificada. En toda la base se pueden encontrar letre­ros que dicen que las cámaras monitorean las veinticuatro ho­ras, pero ya vimos que eso es mera fachada e intimidación.

        —Entonces, alguien debió enterarse de ese hecho. ¿Crees que pudo ser el director?

        Meditó un poco en su pregunta. Negó al final. La policía debió interrogarlo al ser el sospechoso número uno, y no creía que la policía municipal fuera tan canalla para dejar en liber­tad a un asesino aunque se tratara del mismo director de la militar.

        —Bueno —continuó al no tener respuesta por parte de su compañero—, gracias por el dato. Llámame cuando tengas la información de Vila y Lawrence.

        Ante un «Así será» de parte de Un Cesar, Jo colgó y se di­rigió a su apartamento. No podía hacer más hasta que la in­formación llegaran a sus manos. Deseaba poder saber un poco más de ellos e interrogarlos personalmente.

        Un par de días después, Cesar le facilitó los archivos y Jo comenzó a leerlos detenidamente, no era mucha información, pero sacaría algo de provecho con lo básico.

        Primero fue con Joe Lawrence, quien vivía en los subur­bios de la ciudad. Lawrence era un hombre de treinta y ocho años de edad. Estaba casado por segunda vez y era padre de dos niños; un niño y niña de seis años y once años respectiva­mente. Tenía un diploma en vuelo de aviación. Nació en el condado Adams de Pennsylvania, pero debido a su trabajo, se mudó cerca de Boston a los veintitrés años junto a su primera esposa, tres años después y el fracaso de su matrimonio, se fue a vivir a Haverhill, allí se volvió a casar.

        A leguas se podía ver que el señor Joe era un hombre bien posicionado porque moraba en un barrio muy tranquilo. Su casa era grande, bonita y con un patio delantero y trasero exu­berante.

        Jo bajó del carro, se encaminó a la puerta y al llegar tocó el timbre esperando una respuesta. No fue necesario timbrar una segunda vez, alguien abrió la puerta rápido; era una mu­jer muy joven; la señora Lawrence. Jo saludó y se presentó como un detective privado. Explicó el motivo de su presencia y para su sorpresa, la mujer comprendió la situación y vol­viendo adentro, llamó a su marido.




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