Juego de corazónes

Capitulo 01

El marido de Bella van Tess había desaparecido. Una vez más. Pero afortunadamente, Sam sabía dónde estaba. 
Sabía dónde encontrarlo cuando no volvía a casa después de varios días. 
Mientras subía las escaleras del Gran Casino de Montecarlo, pensaba que se trataba de una batalla entre ellos, una batalla que estaba perdiendo. 
Eduardo siempre había sido un jugador compulsivo, pero hubo un tiempo en que ganaba algo. Antes solía alejarse de las mesas cuando las cosas se ponían feas. 
Pero ya no lo hacía. Se quedaba allí sentado, perdiendo y perdiendo. 
Cuando se abrió la puerta del salón privado de categoría VIP, Leonardo estaba sentado tomando una copa en su mesa favorita. Molesto por la interrupción, miró hacia arriba, pero su enfado se disipó rápidamente cuando reconoció a la despampanante y rubia Bella Van Tess, más conocida como la baronesa de Bergen. 
Jugó una mano y la miró. Había algo en aquella joven inglesa que le fascinaba. 
No sabía por qué. Sólo la había visto una vez, pero le causó tanta impresión aquella noche seis meses atrás que no la había olvidado. 
La primera vez que la vio también había sido en el casino. Leonardo al igual que todos los hombres en la sala se había girado para mirarla. 
La baronesa era pequeña, delgada y bellísima. Tenía una cara ovalada, muy delicada, el pelo rubio, y con rizos largos que le daba un aire angelical. Había muchas chicas guapas en aquel lugar, pero su expresión seria le había hecho pensar. 
Miró a la joven baronesa mientras ésta permanecía de pie, sin ningún indicio de nerviosismo o inseguridad en su rostro. Cuando se acercó a Eduardo van Tess su expresión era de pura concentración, una demostración de preocupación profunda. 
Leonardo estaba seguro de que aquella debía de ser la misma expresión de Juana de Arco antes de entrar en batalla. 
A Leonardo nunca le había caído bien Eduardo y jamás le caería bien. Se había sentado en aquella mesa a propósito para jugar contra el barón. Había descubierto unos meses atrás que Eduardo van Tess no sabía jugar a las cartas, ni apostar, y que tampoco era capaz de abandonar una partida cuando lo estaban desplumando. 
Y aquella noche, sin ninguna duda, lo estaba desplumando. 
Leonardo recogió unas fichas, y las lanzó sobre la tapicería igualando la apuesta de doscientas cincuenta mil libras. No era una apuesta pequeña, pero tampoco de las grandes. Aquella noche ya se habían jugado más de cinco millones de libras. Y una vez más, Leonardo había vuelto a ganar a Johann. 
Con los ojos entrecerrados, la observaba.Bella se acercaba a la mesajusto cuando uno de sus rizos largos se cayó hacia adelante sobre su pecho. Envidió aquel rizo. Sintió el deseo de enroscarlo alrededor del dedo y jugar con él, para después dejarlo caer entre los pechos de ella. Entonces levantó su vaso para dar un trago a su whisky. Aquel trago permitió que el deseo ferviente que sentía hacia Bella se disipara un poco. Ella le hacía sentirse curioso, carnal y posesivo.Se inclinó sobre el costado de Eduardo y colocó una mano en el muslo de él. 
La mano de ella no debía estar sobre el muslo de Eduardo sino en el suyo. Leonardo se imaginó besándola hasta que los labios y lengua de ella se ablandaban debajo de los suyos. Se la imaginó desnuda en su cama, sus miembros suaves contra los 
suyos. 
Pero su Juana de Arco rubia tenía que cumplir una misión, y no hacía caso a nadie excepto a Johann, al que hablaba en tono suave. Leonardo no podía oír lo que le decía a Eduardo Von Tess pero el barón se limitó a contestarle con voz seca y fría: 
—Vete a casa, allí es donde deberías estar. 
Pero no se marchó. Continuó susurrando a la oreja de Johann, palabras urgentes que sólo el barón podía oír, palabras que sólo le enfurecieron más. 
—No necesito una madre —dijo secamente—Ya tuve una. Y a ti no te necesito. Tú no has hecho nada por mí. 
Bella se sonrojó y se repuso de aquella humillación dolorosa de la forma más digna que pudo. Sin decir nada, se quitó la capa que llevaba puesta y se la entregó a uno de los caballeros que esperaba junto a la puerta. Después acercó una silla y se sentó detrás de Eduardo.
Durante la siguiente media hora, Leonardo la observó. Le gustaba mirarla. La última véz que la había visto hacía seis meses, le había parecido extremadamente hermosa. 
Aquella noche sin embargo le pareció mucho más deslumbrante. La deseaba. Y la tendría tarde o temprano, aunque fuera la esposa de otro hombre. 
Leonardo lanzó las cartas sobre la mesa. A continuación se reclinó en su silla y se tomó tiempo para observar a aquella mujer. Porque él ya la consideraba suya. Tenía todo lo que él deseaba en una mujer; era joven, delgada, sexy y estaba casada. Que estuviera casada le resultaba aún más seductor. 
La sensación de sentirse tentado le gustaba. Era agradable desear a alguien. 
Le hacía sentirse vivo y él sabía mejor que nadie que ya no sentía nada por nadie. 
Pensó que el barón era estúpido por haberse casado con una mujer como ella 
para después ignorarla. Porque allí había mujeres bellas, pero la joven esposa de Eduardo no era la típica belleza rubia, era algo más refinada. 
Decidió ver el farol que Eduardo se estaba marcando, y obligó al barón a enseñar sus cartas. Como en otras ocasiones, no llevaba nada. 
A Leonardo le costaba disimular su desprecio. Eduardo estaba echando su vida a perder con el juego. Él lo consideraba un estúpido. Un jugador debía entender cuáles eran los riesgos y aceptarlos. Pero Johann no era un jugador de verdad, no sabía arriesgar y tampoco sabía lo que era perder. 
El por el contrario sí. Sabía lo que era ganar, y sabía lo que era perder, y loúltimo no le gustaba nada. Por eso no perdía nunca. Hacía tanto tiempo que no perdía, que casi lo había olvidado. Pero aquella ligera sensación de amargura, la del perder, todavía le quemaba la boca, el corazón y le llevaba a arriesgarse más. A arriesgar y a ganar. 
Para él era una sensación de conquista.Bella estaba sentada detrás de Eduardo, mirando las nuevas cartas de su marido. Se preguntaba si él estaría tan nervioso como ella. No tenía absolutamente nada y sin embargo permanecía allí como si todas las cartas fueran ases. 
«Dios mío, Eduardo, ¿qué estás haciendo?» 
Ya habían perdido la villa. Las cuentas bancarias estaban a cero. Ya no quedaba nada que apostar. Disgustado, Eduardo lanzó sus cartas sobre la mesa, mostrando lo que llevaba. Nada. Sólo tres sietes.Bella intentó ocultar su vergüenza. Tres sietes. Había perdido su casa con tres sietes. 
Pero, ¿dónde estaba su sentido común? ¿Su instinto de supervivencia? ¿Por qué hacía tantas estupideces? 
—Me retiro —dijo Eduardo. 
Eduardo era un barón austriaco, un playboy que formaba parte del círculo social más alto de Montecarlo, y que mantenía su bronceado tomando el sol todos los días en la terraza de la piscina, normalmente con un cóctel en la mano. 
—No me queda nada, Belluci. Bella dio gracias a Dios de que hubiese terminado. 
—Eduardo... 
—Cállate —espetó él. 
Ella se sonrojó y se mordió la lengua. Sabía que aquel hombre llamado Belluci la miraba y lo escuchaba todo. Sabía que Belluci la había mirado aquella noche,había sentido su mirada sobre ella varias veces y sus miradas duraban cada vez más. La hacía sentirse extraña. Hacía que ella se sintiera sola. Y totalmente 
vulnerable. 
No quería sentirse así. Ni en aquel momento ni nunca. 
Belluci sonreía perezosamente mientras dejaba sus cartas sobre la mesa. 
—Tuviste una buena racha. 
—Por poco te gano —afirmó Eduardo mientras pedía otra ronda para todos. 
Las manos de Bella se cernieron sobre sus rodillas. 
«Por favor, no más copas. No más alcohol por esta noche» 
—Por muy poco —dijo Carlo. 
De repente, por primera vez, Bella se dio cuenta de las trampas que Belluci le había puesto a Eduardo a lo largo de toda la noche, incitándolo a seguir, y lo odió por eso. Pero, ¿con qué propósito seguía? Ya había despojado a Eduardo de todo. De su 
casa, de sus riquezas y su respeto. ¿Qué más quería quitarle? 
—Por muy poco —asintió Eduardo. 
Entonces Eduardo permaneció quieto estudiando al otro hombre. 
—¿Una mano más? —propuso picando el anzuelo.  
—Ed. Por favor.



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En el texto hay: amor, ambicion, odio..

Editado: 11.08.2020

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