Juicios paralelos

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Fernando y María eran dos jóvenes que, a sus dieciséis años recién estrenados, ocupaban todo su tiempo básicamente en dos cosas: sus estudios (en el caso de ella con muchas ganas y tesón, aunque en el de él, más por obligación que por convicción), y en tenerse el uno al otro constantemente, conocerse y amarse durante el resto del tiempo. Su amor había nacido un par de años atrás, cuando ambos comenzaron a estudiar secundaria en el instituto. Antes de eso no se conocían, es más, ni siquiera se habían visto nunca por la calle, o si lo habían hecho no habían reparado el uno en el otro. María era una chica normal, del montón, ni fea ni guapa, sino todo lo contrario; la joven tenía una estatura media, era de complexión bastante acorde con los cánones de la moda en esos tiempos, es decir, sin excesos de curvas y con notables signos de delgadez, y adornaba su uniforme y corriente rostro peinando una corta melena de tono castaño. La joven, eso sí, era tremendamente servil, amén de simpática y agradable, siempre dispuesta a echar una mano allí donde se la requiriese, bien fueran sus amigas, su propia madre, o a quien simplemente necesitase de su ayuda. No es que María fuese la más popular del instituto, pero la verdad es que todo el mundo, desde primero de BUP hasta COU, la conocía y la saludaba, incluso algunos habían llegado a cruzar una frase con María en más de una ocasión, pese a que no mantuvieran gran amistad con ella. Quizá ese buen talante que tenía María, unido a su carácter alegre y abierto, eran los que hacían que la joven percibiese los sentimientos tan exageradamente extremos, ya fueran de alegría como de tristeza. Así pues, el amor que María sentía hacia Fernando desde el mismo momento en que le vio por primera vez era enorme, grandioso, además de verse crecido día a día, mostrándose a cada minuto transcurrido más fuerte y consolidado; este hecho hacía que ambos fuesen sin pretenderlo una de las parejas de moda del instituto, esas a las que el resto de los jóvenes suelen admirar con sana envidia, pensando que aunque pasasen juntos dos vidas enteras, jamás llegaría a mermar un ápice el cariño que ambos se profesaban.

Fernando era un joven apuesto, bastante más atractivo físicamente que María; de hecho, algunas compañeras de la clase de esta, con los bolsillos repletos de envidia, bromeaban a menudo diciendo que “ese chico tan guapo se merecía a alguien mucho mejor que ella”. Ya durante su niñez, Fernando había traído de cabeza a las niñas que iban con él a clase, tal era la atracción que el muchacho despertaba en el sexo opuesto. Fernando era muy alto (ya había sobrepasado el metro ochenta y todavía había de dar algún que otro estirón, dada su juventud) y era fuerte como un roble, pues siempre que disponía de un minuto libre lo ocupaba practicando algún deporte, ya fuera fútbol, atletismo o natación, y a causa de ello lucía un cuerpo esbelto y cincelado, adornado de un tono café con leche semejante al del bronceado marítimo veraniego, aunque el suyo era perenne, natural y genético. Fernando era un buen chaval que no se metía jamás en líos y al cual apreciaba todo el mundo, tanto jóvenes como mayores. Su adorada María solía decirle, algo celosa, que las profesoras no mostraban su simpatía hacia él precisamente por lo estudioso que era, sino por lo atractivo; él le contestaba a esto siempre del mismo modo, con un desaire y restándole importancia, aunque en el fondo le gustaba pensar que era cierto y es que la vanidad era uno de los escasos puntos débiles que tenía Fernando; tampoco es que fuese un pecado mortal, pensaba él, que alguien alabase su belleza, además, al fin y al cabo, la madre naturaleza le había obsequiado con semejante don sin pedirle nada a cambio.

La pareja cursaba los mismos estudios en el centro, segundo de BUP, aunque en distintas aulas. Mientras asistían a las clases, había muchos momentos fugaces en los cuales sus jóvenes y alocados pensamientos se evadían de sus cabezas y se reunían por los pasillos, juntándose en algún punto inconcreto mediante una especie de telepatía que más tarde, durante la hora de recreo o bien en el regreso a casa, ambos corroboraban, comprobando que realmente existía una gran simbiosis entre ellos, capaz incluso de llegar a mantenerles en comunicación por medio del pensamiento.

El día solía dar comienzo casi siempre de idéntica manera: Fernando llegaba a la esquina del domicilio de María, donde ella estaba ya esperándole, y ambos se saludaban sonrientes aunque sin besarse, dado el elevado número de chismosas vecinas que, escoba en ristre, poblaban a esas tempranas horas las calles de Carcaixent. Una vez doblaban la segunda esquina, Fernando cogía la mano de María y de ese modo caminaban juntos hasta cubrir por completo el trayecto, momento en el cual se despedían con un cariñoso beso, marchando cada uno a sus respectivas aulas, no sin girarse para deleite de sus ojos con la mirada del otro al menos un par de veces durante el recorrido del trayecto hacia clase.

Cuando sonaba el agudo timbre que indicaba el momento de salir al patio a expansionarse, ambos se apresuraban y corrían, buscándose con la mirada como si hubieran transcurrido diez años desde la última vez que se vieran, hasta que surgía el esperado y feliz reencuentro. Al cabo de media hora llegaba de nuevo la despedida y nuevamente el estridente timbre anunciando la hora de partir a casa y de nuevo el reencuentro y así…

Durante el verano, Fernando y María solían salir a pasear todos los días de la semana, siempre al atardecer, siempre caminando despacio en dirección al parque y después buscando algún rincón discreto y escondido, lejos de miradas indiscretas, un banco en el cual sentarse y hacerse arrumacos como tantas parejas de jóvenes enamorados. A veces, no tan a menudo como habrían deseado, los jóvenes disponían de algo de dinero y se sentaban en una heladería cercana al parque y tomaban un helado económico, de los de porte poco pretencioso pero que refrescan lo mismo que los caros, y después de hablar de sus cosas y hacer planes para el futuro se marchaban tranquilamente hacia casa, prolongando las despedidas indefinidamente delante de la puerta de María.



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En el texto hay: novela, thriller

Editado: 26.11.2020

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