Juicios paralelos

4

—¿Te quedarás a cenar esta noche? —Le preguntó María a Fernando, aunque sin mostrar demasiado interés, dado que intuía la respuesta.

—No, en realidad tenía pensado acostarme pronto. Mañana debo ir a Valencia para intercambiar apuntes con un compañero.

La voz queda, sumada al tono ligeramente tembloroso que Fernando le dio a sus palabras, hizo presentir a María que el joven no estaba siendo del todo sincero con ella. Se notaba a todas luces que aquélla no era una simple excusa para rehuir la compañía de ella, tal como Fernando venía haciendo con cierta asiduidad en los últimos tiempos. María intuía que tras ese banal pretexto había algo que no olía bien y la joven se estremeció sólo con imaginar de qué demonios podía tratarse. María no deseaba torturarse más de lo que ya lo hacía con ese tipo de pensamientos, por lo cual decidió en una fracción de segundo qué era lo que haría al día siguiente nada más levantarse.

—Buenas noches, María.

Fernando se despidió sin siquiera mostrar un atisbo de culpabilidad en su mirada fría y distante, esa mirada que aparecía en sus ojos últimamente con demasiada frecuencia cuando estaba con María.

—Buenas noches, mi amor.

María, aunque sumamente triste, acercó sus labios a los de Fernando, pero este hizo un rápido y disimulado gesto esquivo y la besó en la mejilla.

La joven entró rápidamente en casa sin pararse a ver cómo se alejaba Fernando por la calle, tal como acostumbraba a hacer siempre que él se marchaba. En cuanto hubo cerrado la puerta, María apoyó en ella sus manos, sintiendo por momentos la tristeza apoderándose de todo su ser. Lentamente, las lágrimas comenzaron a aflorar en sus ojos, dando paso acto seguido a una respiración entrecortada, a causa de los espasmos típicos que el exceso de tristeza o bien alegría suelen provocar en el ser humano. La cabeza le daba vueltas como si estuviera embriagada por el alcohol y María no lograba, por más empeño que ponía, ordenar las miles de ideas que le venían a la mente, fruto de la exasperación y la rabia que en esos momentos la invadían, mezcladas con unos celos terribles y una acuciante sed de control sobre la situación, totalmente incapaz de conseguirlo. En medio de sus lloros contenidos, María dejó escapar sin pretenderlo pequeños gritos ahogados y acompañados de suspiros de ansiedad, que fueron escuchados por sus padres.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Martín a su esposa—. Parecía como si María estuviese llorando.

—¡No, qué va! —Se apresuró a contestar Lucía—. Creo que provenía de la calle. Iré a ver…

Lucía se levantó del sillón en el cual se encontraba acomodada viendo un programa-documental que emitían en esos momentos en televisión, aunque sin prestar demasiada atención; ella estaba más pendiente de lo que se cocía en el vestíbulo entre María y Fernando. Martín, sin embargo, estaba mucho más concentrado en el programa, por eso creyó oír suspirar a María entre sollozos, aunque no podía asegurarlo al cien por cien, dado lo distraído que estaba. Al confirmarle su esposa con tanta seguridad que se trataba de algo totalmente ajeno a ellos, él la creyó a pies juntillas y volvió a concentrarse nuevamente en las explicaciones que el narrador ofrecía sobre la vida y milagros de una tribu del Amazonas.

Lucía conocía muy bien a su hija y eso, unido a un espíritu curioso al tiempo que discreto (ella era de esa clase de personas que lo observa y oye todo, sacando sus propias conclusiones al respecto, aunque sin compartirlas jamás con nadie), habían hecho que en los últimos tiempos se temiera que algo o alguien estaba minando de algún modo la relación de María y Fernando. Este era un hecho que le preocupaba doblemente: por un lado, María era su hija y Lucía no deseaba verla sufrir bajo ningún concepto, y por otro ella apreciaba mucho a Fernando; prácticamente le había visto crecer junto a María, pasando de ser ambos sólo dos niños preadolescentes, a ir poco a poco transformándose en adultos, aunque jóvenes aún. Lucía no quería, de ninguna manera, que esa relación fracasase y se rompiera, pero tampoco deseaba que ambos se hiciesen daño innecesariamente intentando arreglar algo que ya se había roto de manera irremediable. Tan segura estaba Lucía de que aquello estaba tocando a su fin; más incluso que la propia María. Lucía analizaba los hechos fríamente, desde fuera y con objetividad, al contrario que María, quien estaba segura de que sus problemas con Fernando todavía podían arreglarse de un modo u otro. No es que la joven fuese más ingenua que su madre, ni tampoco que su juventud e inexperiencia le jugasen una mala pasada, haciendo que se formara falsas ilusiones con Fernando, lo que ocurre es que cuando el amor que siente una persona hacia otra se tambalea por alguna razón, automáticamente se pone en marcha una especie de mecanismo interno que hace que la gente se aferre a un clavo ardiendo si es necesario, con tal de salvar una relación que está en claro peligro, y lo cierto es que cuando dicha relación está ya caduca no hay nada más que hacer ni milagros que esperar; además, puede ocurrir que al intentar el desesperado que el otro lo piense mejor y regrese a su lado, lo único que consiga es que, o bien termine por odiarle a muerte, o simplemente se apiade de él y, preso de un acuciante sentimiento de culpa, siga a su lado a la fuerza, provocando con ello un daño todavía peor que el del abandono. Lo mejor en estos casos en los que el amor se ha roto definitivamente es terminar cuanto antes, quitar de un solo estirón el esparadrapo para que duela el menor tiempo posible. De eso estaba completamente segura Lucía y por ello salió de la sala de estar con decisión, dispuesta a afrontar el tema seriamente junto a María. No era ella muy amiga de meterse en asuntos ajenos, aunque en esa ocasión haría una excepción, ya que no creía que aquello le fuese ajeno; al fin y al cabo se trataba de su hija y nada de lo que a ella pudiera ocurrirle le resbalaba a Lucía. Nada.



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En el texto hay: novela, thriller

Editado: 26.11.2020

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