Después de una extenuante jornada de vuelo que ha durado más de 20 horas, el avión finalmente anuncia su llegada al aeropuerto internacional de Narita, en Tokio.
Hikaru ha esperado este momento con ansia, y ahora está a punto de desembarcar en Tokio, la tierra de su infancia y sus raíces.
Calcula la hora que será en Lima, 14 horas menos, y envía un mensaje a su mujer.
Hikaru: Acabo de aterrizar.
Ana María: ¡Qué bien! ¿Qué tal ha ido el vuelo?
Hikaru: Agotador, son muchas horas, pero bien.
Ana María: Me alegro. Llámame cuando estés en el hotel. Hikaru: Todavía tardaré unas horas. Tu libro, por cierto, me está
gustando mucho.
Una vez en tierra, Hikaru se dirige hacia el área de inmigración, donde espera pacientemente su turno. A pesar del cansancio acumulado por el largo vuelo, una sensación de emoción lo mantiene alerta. Sabe que este viaje no solo es una experiencia laboral, es también un reencuentro con su pasado y una oportunidad para explorar los recuerdos de su infancia.
Tras completar los trámites de inmigración, se dirige a la zona de recogida de equipaje. Observa con expectación todo a su alrededor
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mientras las maletas comienzan a aparecer en la cinta transportadora. Con cuidado, recoge sus dos maletas y las pone en un carrito.
Una vez fuera del aeropuerto, se dirige hacia la parada de taxis. Toma uno con destino al hotel Keio Plaza, ubicado en Shinjuku, uno de los distritos más conocidos de Tokio.
El ambiente, los edificios altos, los automóviles y las personas que se mueven con prisa le recuerdan su juventud en Tokio. Cada esquina está llena de nostalgia y emoción, y a medida que se acerca al puente de Tokio, las imágenes de su infancia comienzan a inundar su mente.
El puente se extiende majestuoso sobre la bahía, y al fondo, los edificios altos se alzan hacia el cielo. El mar brilla bajo la luz de la tarde evocando recuerdos de su niñez, de su madre. Hikaru no puede evitar emocionarse mientras contempla la vista, sintiendo una profunda conexión con su ciudad natal y con el viaje que apenas ha comenzado.
El taxi llega a su destino, y el conductor lo deja en la entrada del imponente hotel Keio Plaza, con sus dos altos edificios que se alzan en el centro de Shinjuku. Al bajar del taxi, queda impresionado por lo imponente del lugar y la energía que emana de las calles llenas de gente.
Lo primero que observa es la amabilidad de las personas a su alrededor. Los transeúntes se saludan con reverencia y respeto, una tradición muy arraigada en la cultura japonesa. El ambiente tranquilo y limpio de las calles también llama su atención, creando una sensación de orden y armonía en el bullicioso distrito de Shinjuku.
Al entrar en el hotel Keio Plaza se dirige a la recepción. Una joven japonesa lo recibe con una sonrisa amable y solícita. Es evidente que la hospitalidad está presente desde el primer momento de su llegada.
—¡Bienvenido al hotel Keio Plaza, señor! —saluda la recepcionista con cortesía—. Espero que tenga una estancia agradable con nosotros.
—Gracias. Aquí tiene mi pasaporte.
La recepcionista toma el pasaporte con una sonrisa y lo abre para verificar los detalles. Teclea rápidamente en el ordenador mientras Hikaru observa la amplia y elegante recepción del hotel.
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—Muy bien, señor. Aquí tiene su llave. Si necesita algo durante su estancia, no dude en preguntar. Haremos todo lo posible para que se sienta como en casa.
Con su tarjeta de acceso en mano y una sensación de alivio por haber llegado por fin a su destino, se dirige a los ascensores, acompañado de un botones, para subir hasta el piso 40.
Al entrar en la habitación, lo primero que nota son las amplias ventanas que ofrecen una vista panorámica de los rascacielos, capturando su magnificencia. Abajo, los coches se desplazan en un flujo constante, sus tamaños reducidos por la altura, pareciendo juguetes en una maqueta meticulosamente diseñada.
La habitación está adornada con la simplicidad y elegancia que caracteriza al Japón moderno. El espacio es un equilibrio de funcionalidad y serenidad. Un yukata de rayas, típica vestimenta japonesa para el descanso, cuelga de uno de los armarios, ofreciendo a Hikaru una conexión inmediata con la tradición del lugar.
Se sirve un té verde, y el aroma fresco y la calidez de la taza se convierten en un bálsamo tras las largas horas de vuelo. Se acerca a la ventana y contempla la vista deslumbrante de la metrópolis iluminada.
Luego, se dirige al baño, que refleja una estética de líneas limpias y claras. Llena la bañera de agua y le echa unas sales de baño. Después, se pone el yukata y comienza a deshacer la maleta. Su meticulosidad se muestra en cómo ordena su ropa y documentos, cada objeto en su lugar preciso.
Envolviéndose en la suavidad del yukata, se siente relajado, con la piel aun emitiendo vapor del baño caliente. Se acomoda en un sillón junto a la ventana, observando el paisaje nocturno de Shinjuku ante él. Coje su teléfono y busca el número de su mujer.
La llamada conecta, y al escuchar la voz de su esposa al otro lado del mundo, un calor diferente al del té o el baño lo invade.
—¡Ana María, ya estoy en el hotel! Tokio es tan emocionante como lo recordaba. La energía de la ciudad, las luces, los rascacielos, la gente... todo es impresionante.
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Ella responde con alegría, preguntándole sobre su vuelo, el hotel, si tiene que ir a la empresa al día siguiente y cómo se siente al estar de vuelta.
—Es una mezcla de nostalgia y novedad —admite Hikaru—. Y hay algo que quiero decirte. Quiero que vengas, que veas todo esto, que sientas la energía de esta ciudad. Y quiero que conozcas a mi familia japonesa.
Ana María, al otro lado de la línea, se queda en silencio por un momento, pero él puede sentir su alegría a través del teléfono.