Los primeros rayos se filtran a través de las cortinas de la habitación de Hikaru en el hotel Keio Plaza con una luz dorada que anuncia el comienzo de un nuevo día. Aún bajo el hechizo de su regreso a Tokio, se levanta con el cuerpo descansado y la mente clara. Es domingo y tiene todo el
día libre.
Tras asearse y vestirse, desciende a uno de los restaurantes del
hotel. La elegancia del lugar le recuerda a las ceremonias de té que observaba de niño, donde cada detalle era una manifestación de belleza y armonía. Se sienta ante una mesa meticulosamente dispuesta y pide un desayuno japonés tradicional.
Ante él se presentan platos que evocan recuerdos de su infancia: arroz blanco, perfectamente cocido; sopa de miso, con su aroma umami; verduras encurtidas y salmón a la parrilla.
Pero antes de sumergirse en este festín matutino, extrae su teléfono móvil con el propósito de compartir este momento con alguien muy especial. Marca el número de su madre, Aiko, que a sus 80 años es un torbellino de energía y vivacidad. La llamada conecta, y la voz llena de vida de Aiko inunda la línea.
—¡Ohayou gozaimasu, Hikaru! —saluda Aiko con su voz vigorosa, transmitiendo su fuerza a través de la distancia—. ¿Qué tal el viaje, hijo?
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—¡Ohayou, Okaasan! —responde emocionado—. El viaje muy bien, agotador, pero bien. Acabo de sentarme a desayunar.
—Me alegra que estés disfrutando de tu regreso. Pero dime, ¿cómo te sientes al estar de vuelta? ¿Te ha tratado bien nuestra ciudad?
Hikaru se toma un momento, observando los platos frente a él.
—Es como si nunca me hubiera ido, Okaasan. Tokio ha cambiado, pero también se siente igual. Hay una energía aquí que no se encuentra en ningún otro lugar.
Aiko asiente con comprensión, y su conversación fluye naturalmente, saltando de recuerdos compartidos a las expectativas del día que comienza. Mientras Hikaru conversa, comienza a degustar su desayuno, y con cada bocado, se siente más enraizado en su cultura y más conectado con su madre, a pesar de la distancia que siempre los ha separado.
—Podemos quedar hoy mismo, al ser domingo tengo el día libre, okaasan. Sería maravilloso ver a la familia —sugiere entre bocados.
—Por supuesto, tienes que venir a comer. Estará tu hermana Azumi con su marido y tu sobrino, que ya tiene cuatro años. Además, tenemos que darte una noticia.
—Iré a comer entonces, tengo muchas ganas de estar con todos. ¿Y qué noticia es esa?
—Pues verás, se casa tu prima Haruko. ¿Te acuerdas de ella? —Pues casi ni la recuerdo, yo era muy pequeño cuando la vi.
—Y al saber que venías a Tokio, y te quedabas tanto tiempo, me ha
dicho que tienes que ir también a su boda. ¿Qué me dices?
—Será maravilloso. Claro que iré. ¿Y cuándo es la boda?
—Dentro de diez días. Necesitarás ropa elegante. Va a ser una boda
sintoísta en el templo del parque Yoyogi en Shibuya.
—Eso suena muy bien, me acuerdo del parque, me llevabas cuando
era niño.
Hikaru termina la llamada y su desayuno. Se levanta de la mesa listo
para enfrentar el día, visitar a su familia, hablar de la boda y conocer a su sobrino.
Aprovecha la mañana para comprar unos regalos a su familia. Después, toma un taxi y le indica la dirección de su madre. Tomigaya
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es una calle que combina la tranquilidad de un barrio residencial con el pulso vibrante de Tokio. Al llegar al modesto edificio donde vive su familia, se detiene un momento, respira hondo y se prepara para volver a cruzar el umbral de su infancia.
El piso de su familia está en la segunda planta, un espacio decorado con la simplicidad elegante del estilo japonés tradicional. Tatamis perfectamente colocados, puertas corredizas de papel shoji y porcelanas dispuestas en estantes de madera. Toca suavemente la puerta con los nudillos y aguarda. La puerta se abre y el rostro de su madre aparece, iluminado por una sonrisa que arruga los bordes de sus ojos.
—¡Hikaru! —exclama Aiko—. él, tras quitarse los zapatos, se sumerge en la familiar fragancia de su madre, un aroma de hogar que no ha cambiado con el tiempo. Azumi, su hermana, aparece detrás de ella, con lágrimas de alegría brillando en sus ojos. Su cuñado y Tetsuo, su joven sobrino, se unen al abrazo colectivo, creando un mosaico de cariño y calor familiar.
Las expresiones de sorpresa y gratitud llenan la habitación mientras cada miembro de la familia recibe su regalo.
La tarde se despliega con risas y conversaciones, historias compartidas y recuerdos revividos. Hikaru se siente completo, enraizado en el amor de su familia, mientras que el pequeño piso en Tomigaya se convierte en un refugio de afecto y pertenencia. En este espacio, rodeado por las personas que más ama, no es solo un hombre de negocios, sino un hijo, un hermano y un tío, algo de él mismo, que lleva con orgullo y amor.
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