Kami

El día después

Hikaru Inaba apenas puede conciliar el sueño. Ese sobre, al que en principio no dio importancia, retumba en su cabeza. Es incapaz de olvidar. Se repite a sí mismo una y otra vez que es un error, algo casi surrealista. Pero por otro lado no puede quitarse de su cabeza por qué ese sobre ha ido a parar a sus

manos, de quién es, a quién va dirigido y, sobre todo, qué objetivo persigue, a qué extraña misión hace referencia. Al filo de la madrugada, exhausto, se rinde al sueño.

Cuando abre los ojos son poco más de las seis de la mañana. Se levanta y se prepara un té Sencha con el hervidor de la habitación. Mira el espectáculo que tiene frente a sus ojos, los enormes rascacielos: el Shinjuku Mitsui Building, el Shinjuku Sumitomo Building, el Tokyo Metropolitan Government Building y el monte Fuji a lo lejos.

Es un día despejado y tan luminoso que Hikaru piensa que cómo es posible que en él haya ahora tanta oscuridad.

Llena la bañera de agua caliente, se sumerge en ella y permanece allí mientras entra en una vorágine de pensamientos. Luego extiende su mano, coje una toalla pequeña y empieza a frotar su cuerpo, tal y como su madre le había enseñado siendo un niño, tal y como había visto hacerlo a los hombres y mujeres en los onsens antes de sumergirse en las aguas termales.

Al salir de la bañera, seca su cuerpo y se dirige al armario, coge su yukata y elige una camisa blanca perfectamente planchada, su ropa

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interior, su corbata, el traje azul cobalto y los coloca sobre la cama, como si de un tablero de ajedrez se tratara, cada pieza en su sitio, alineada perfectamente.

Se viste y desciende a la recepción. En el amplio hall del hotel están colocando los últimos detalles que anuncian la temporada del cerezo en flor. Hikaru, con su porte, su traje azul cobalto, su soltura de hombre de negocios, su rostro medio japonés, medio latino, con su cuerpo atlético imbuido en un traje que parece un guante, hace que los rostros se vuelvan hacia él, especialmente los de las mujeres.

No desayuna en el hotel. Quiere alejarse, estar solo y pensar. Muy a su pesar se salta el desayuno japonés, la sopa de miso, el tamagoyaki, los encurtidos japoneses y, por supuesto, el té verde.

Sale del hotel por la calle Higashi-Dori. Avanza rápido, se cruza con los transeúntes, con esas multitudes silenciosas que van a trabajar, sin atropellos, cada uno en su dirección, Hikaru con su traje azul en medio de un universo de trajes negros. Llega a una cafetería Doutor, pide un café americano y se dirige a una mesita con su vaso de agua con hielos. Saca el teléfono y llama a Ana María, necesita oír su voz y olvidar, aunque sea por unos minutos, los pensamientos que no cesa de rumiar.

—Hola cariño, ¿cómo estás?
—Hikaru, hola, tenía ganas de hablar contigo. —¿Por qué? —responde él como un resorte.

—¿Por qué va a ser? Necesito saber cómo estás, qué tal la ceremonia de ayer, cómo te va todo.

Hikaru se da cuenta en ese momento que la ansiedad que arrastra ha hecho que preguntara “por qué” sin pensarlo siquiera. Da un giro a la conversación en ese instante.

—Sí, por supuesto, pensé que había ocurrido algo, me has preocupado.

—Noooo, sólo que te echo de menos.

La conversación continua durante unos minutos en los que Hikaru describe algunos momentos de la boda, no quiere adentrarse en detalles, teme que su mujer capte algo en él que delate lo que le ha

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ocurrido, de modo que, con la disculpa de tener que ir a su trabajo, se despiden.

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