Eran las dos de la mañana cuando Kaia se despertó en el silencio de su habitación. En plena oscuridad, giró en su eje, esperando volver a los brazos de morfeo, cuando el suave roce del viento contra la cortina inundó la estancia con su presencia gélida.
«Yo siempre cierro la ventana» se recordó a sí misma. Confundida, se levantó, a un paso vacilante para cerrar la ventana. Tratando de ahuyentar el escalofrío que le recorría la espalda, cuando un susurro erizo su piel.
— Kaia.
De repente, el miedo la invadió. Una sensación que solo ocurría cuando escuchaba a Emma Rosie, su compañera y responsable de sus peores momentos en la escuela. Lentamente volteo, sus pupilas se dilataron y su mandíbula cayó.
Paralizada por solo verla, esa figura de sonrisa siniestra acompañada de un chico, Oliver Drake.
— Kaia, tengo nuevas témperas, ¿quieres ser mi lienzo? — dijo aquel joven, con una voz inquietante pero seductora.
Sin habla e inmovilizada por el horror. Kaia balbuceo.
— Kaia, ven al patio — escuchó, un eco ensordecedor que resonaba en su cabeza — ¡al patio!
Ni siquiera se dio cuenta, pero sus pies avanzaban solos. Parecía sonámbula con sus ojos perdidos, mientras avanzaba.
En el momento que deslizó el cristal de la mampara, el frío viento golpeó su cabello y su ropa volaba conforme camino a la cosecha. Dando pocos pasos, cuando las raíces empezaron a brotar y enredar sus pies. Crecieron lo suficiente para sujetar sus caderas y jalar su cuerpo al interior, pero ella no hizo nada.
— kaia, eres mía — escuchó de esa voz femenina. Mientras la niña que alguna vez vio caminaba a ella — dilo.
— yo ...
Antes de que pudiera articular palabra, el sonido de su alarma la regresó bruscamente a la realidad. Abrió los ojos con pesadez, sintiendo cada músculo tenso y adolorido mientras estiraba sus extremidades. La habitación estaba bañada en la luz pálida de la madrugada y la ventana, cerrada.
Movió su cuerpo, a punto de moverse cuando una extraña humedad cubrió su pierna. Deslizó las sábanas, volteando hacia manchas de tierra y hojas.
— ¿Qué?
Pasó una hora, mientras la joven tallaba sus sábanas en el semisótano de la casa a un lado de la bodega de alimentos, solo iluminados por pocas ventanas. Cuando escucho un par de pasos bajar por las escaleras. Era su abuela, con una bolsa de regalo y atrás suyo, Daniel con una caja de auriculares, cuidando de que la mujer no caiga.
— ¿Ya sabes que llevarás a la capital? — preguntó la anciana Rosa.
Su nieta negó, mientras entregaba aquella bolsa y la veía hacer una bufanda roja tejida a mano.
— Este es tu regalo por terminar la escuela — dijo Valeria melancólica, con sus ojos clavados a su nieta mientras lo colgaba sobre su cuello — Lo hice yo. Por favor cuidalo.
— Bien — dijo sonriente y la abrazo.
— ¡Kaia! — añadió Daniel entregando una caja de cascos — es tu regalo de parte de mis padres … ¡Y mía!
— Son los nuevos auriculares médicos contra sonido — murmuró emocionada, sin poder evitar querer brincar hasta que escuchó a su abuela aclarar la garganta — perdón, amo mas el tuyo.
La abuela Rosa suspiró, aliviando su molestia y besando la mejilla de ambos menores.
— Valeria quiere que ordenen la bodega
— ¿QUE?
Gritaron al unísono, viendo a la anciana subir por las escaleras con más rapidez de lo que estaba acostumbrada. No se demoró mucho al pisar el primer puedo y ver a su hija, Valeria, viéndose desde un espejo.
A punto de llorar.
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Por otro lado, en el garaje de Nathaniel, el muchacho se encontraba en una de sus tantos mantenimiento al viejo auto de su abuelo. Sus manos y rostros estaban manchados de aceite.
Emocionado por algún día poder conducirlo, su emoción desapareció cuando escuchó los duros pasos de un par de zapatos de vestir. Era su padre.
— ¿DE NUEVO? — gritó su padre — ¡Nathaniel, deberías estar estudiando para el examen de admisión a la Universidad de Lima en vez de perder el tiempo con este montón de chatarra! ¿Cuándo entenderás que debes concentrarte en tu futuro?
Nathaniel gruño, y en un arrebato de indignación, gritó:
— ¿Cuántas veces debo explicártelo? Solo quiero arreglar carros.
La discusión escaló rápidamente, mientras la abuela escuchaba con tristeza y veía una fotografía de ella junto a su difunto esposo. De pronto vio a su hijo, el médico de la familia pasar por su lado refunfuñando.
Fue entonces que se dirigió al garaje, donde encontró a su nieto, con la misma cólera de su padre. Encontrando su mirada y viendo a nathaniel limpiarse las manchas de aceite apurado.
— Él se parece a mí. Pero tú, eres como tu abuelo. Eres un alma libre, haz lo que quieras. Pero no olvides tus responsabilidades.
— No se trata de solo ser mecánico — susurro Nathaniel, en un pequeño berrinche — yo arregle la vieja radio.
— Te ayudaré — intervino su abuela y viendo la sorpresa de su nieto — hablemos con tu padre cuando regrese del trabajo.
Nathaniel se sintió abrumado por la emoción. Se sonrojó, y en un gesto impulsivo, la abrazó con fuerza. Sintiendo con ternura a su abuela devolviendo el gesto, antes de salir del garaje.
Por su parte, Nathaniel se sentó frente al volante, insertó la llave y giró, pero el motor apenas respondió, emitiendo un sonido desgarrador y una enorme frustración se apoderó de él, y en un estallido de rabia, golpeó el volante con fuerza.
Sin embargo, un nuevo retumbar sacudió el lugar. Un temblor repentino, hizo que Nathaniel resoplara cansado.
— ¿Otro sismo?
Mientras se quejaba de los constantes temblores, sus oídos captaron unos lamentos extraños que lo desconcertaron. Intrigado y nervioso, salió del garaje y se dirigió hacia la cocina.
— ¿Abuela?
Dio unos cuantos pasos, cuando alcanzó ver una descompuesta de sangre y glóbulos, mezclados con una sustancia gelatinosa. Y, en el medio, dos ojos gigantes, lagrimosos, lo vieron.