Amal miraba a Safa mientras dormía. Las sombras de la habitación apenas dejaban entrever el rostro tranquilo de su hermana y amiga, pero el sueño de Safa no conseguía aliviar el peso en el corazón de Amal. La celebración de la boda entre Kazem y Laila continuaba, marcando ya la séptima noche de festejos, y Amal sabía que, al amanecer, Kazem se marcharía para unirse al ejército del Khan. Desde la primera vez que lo había visto, algo en ella se había encendido. Era consciente de que, como sierva de Karrar, no tenía derecho a soñar con él, y aún así, su corazón insistía.
Safa, aunque dormida, reflejaba en su semblante el mismo conflicto. Ambas compartían los mismos sentimientos, y Amal sabía que su amiga lo ocultaba tanto como ella. Después de todo, aunque la ley permitía a un hombre casado tomar a más de una mujer si podía mantenerlas, sus propias condiciones como siervas las alejaban de esa posibilidad. Solo la voluntad de Kazem podría cambiar aquello, pero sus opciones no eran iguales a las de Laila, la hija del dueño de la taberna.
Amal se inclinó hacia Safa y depositó un beso en su frente. Sabía que estaba rompiendo las reglas y, tal vez, poniendo en peligro su vida, pero había llegado al límite de su aguante. Se levantó y salió de la habitación en silencio, asegurándose de no hacer ruido. Subió por una escalera estrecha hacia la zona donde dormía la familia de Karrar. La costumbre imponía que Kazem y Laila durmieran en cuartos separados, y por eso sabía que Kazem estaría solo. Se detuvo frente a la puerta de su habitación.
Cuando estaba a punto de llamar, sintió una mano firme sujetando la suya y otra cubriendo su boca para impedir que gritara. Amal giró el rostro con un sobresalto y encontró a Safa mirándola con una mezcla de preocupación y sorpresa.
—¿Acaso te has vuelto loca, Amal? —le susurró, retirando la mano de su boca—. Si nos descubren, Karrar no dudará en mandarnos a apedrear.
Amal, tras liberarse del agarre de Safa, contestó en un susurro, sin apartar la mirada de la puerta:
—No me importa lo que suceda después, Safa. Necesito saber si él también siente lo mismo que yo. Quiero una respuesta, aunque sea el desprecio. ¿Acaso tú no quieres saberlo también?
Safa vaciló, pero no respondió. Miró a Amal con la angustia reflejada en los ojos. Detrás de la puerta contigua, Laila se despertó al escuchar los murmullos. Abrió la puerta de su habitación y distinguió a Amal y a Safa frente al cuarto de su esposo. Su curiosidad creció, pero decidió esperar, observando desde la penumbra.
Amal, impaciente, tomó los hombros de Safa y la sacudió.
—¿Quieres saber la verdad o prefieres callar para siempre? —insistió con intensidad.
Safa, tras un momento de duda, asintió. Con el corazón palpitante, Amal dejó caer la mano sobre la puerta, tocando la madera con un golpe sordo. Unos instantes después, Kazem abrió la puerta. Su expresión de sorpresa era evidente al ver a ambas jóvenes ante él.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó en voz baja, mirando a su alrededor—. Si alguien nos ve, todos nos enfrentaremos a consecuencias graves.
Ignorando sus palabras, ambas entraron a la habitación y cerraron la puerta detrás de ellas, asegurándose de que nadie las hubiera visto. Laila, en el pasillo, contuvo el aliento al verlas desaparecer dentro del cuarto de Kazem. Se acercó a la puerta, con la esperanza de escuchar lo que sucedía al otro lado.
Dentro de la habitación, Amal y Safa se miraron entre sí antes de volver la vista hacia Kazem. Amal dio un paso adelante y preguntó, con la voz apenas un susurro:
—Dinos, Kazem, ¿nos amas como nosotras te amamos?
La pregunta quedó suspendida en el aire, y Kazem la miró con una mezcla de sorpresa y tensión. Tragó saliva, sin apartar la vista de ellas. Amal y Safa no se movieron, esperando alguna señal de él. Desde el otro lado de la puerta, Laila escuchaba con el pecho apretado, conteniendo el aliento y con la sangre hirviendo de celos.
Kazem, sin decir una palabra, dio un paso al frente y rodeó a ambas con los brazos, atrayéndolas hacia su pecho. Amal y Safa cerraron los ojos mientras él las sostenía y les besaba la frente con afecto. Con un tono suave, comenzó a hablar.
—¿Es por esto que han estado actuando de esta manera? —susurró, acariciando el cabello de ambas—. No atormenten su espíritu con estas dudas. Lo que sienten es compartido por mí, pero las cosas deben hacerse de la manera correcta. Al regresar del ejército, hablaré con su padre para pagar su libertad y arreglar la dote para casarme con ambas. Pero ahora deben regresar a su habitación y esperar mi regreso.
Amal y Safa lo miraron con alivio y emoción en sus ojos. Las palabras de Kazem confirmaban aquello que habían deseado escuchar, pero también imponían una espera difícil. Laila, aún en el pasillo, sentía que cada palabra que oía aumentaba la ira y el dolor en su interior. Contuvo el impulso de abrir la puerta y exigir una explicación. Imaginó por un momento las consecuencias de exponer lo que acababa de escuchar y entendió que su ira podría acarrear un castigo fatal para todos.
Con un suspiro tembloroso, Laila dio media vuelta y regresó a su habitación. Cerró la puerta sin hacer ruido y se recostó contra la pared, apretando con fuerza el anillo que Kazem le había entregado en su boda. Mientras caía de rodillas, las lágrimas corrían por su rostro.
—Juro que haré que ambas se arrepientan —murmuró, sintiendo cómo el enojo y la tristeza se entrelazaban en su pecho—. Cuando Kazem regrese, desearán no haberlo amado nunca.
Los sollozos ahogados de Laila llenaron la habitación. No estaba dispuesta a compartir a Kazem con nadie más, y menos con quienes habían sido como hermanas para ella. A partir de ese momento, la amistad que sentía por Amal y Safa había desaparecido, y una promesa de venganza ocupaba su lugar.