La mañana del octavo día de la celebración amaneció clara en Hadiruk. Los últimos ecos de la boda entre Kazem y Laila aún resonaban en la ciudad, pero la festividad había llegado a su fin. Kazem, vestido con su túnica de viaje y el tarbush amarillo que lo distinguía, se preparaba para partir. Su camello esperaba pacientemente en el establo, mientras él se despedía de Karrar en la entrada de la taberna.
—Kazem, hijo mío, recuerda que el deber con el Khan es sagrado. No importa lo que pase aquí, debes marcharte hoy —le aconsejó Karrar con un tono grave.
Kazem asintió, aunque la inquietud lo consumía. Su mirada se dirigió hacia la puerta de la taberna, esperando ver a Laila una vez más antes de partir. Laila salió, envuelta en una túnica ligera, con el rostro pálido pero aún sonriente. Se acercó a su esposo, sus manos temblaban al tocar las de Kazem.
—Cuídate, Kazem. Que Alá te proteja en tu viaje —dijo Laila, con un esfuerzo visible por mantener la compostura.
Kazem subió al camello y, al girarse para dar un último adiós, vio cómo Laila caía al suelo. Un grito de alarma escapó de su boca mientras se apresuraba a descender del animal. Las voces alrededor se elevaron en confusión, y los criados corrieron hacia ella.
—¡Llamen a los médicos! —exclamó Kazem con desesperación.
Amal y Safa, que observaban desde la distancia, vieron la escena con los corazones agitados. La ley les impedía acercarse, pero sus miradas seguían cada movimiento. Los médicos llegaron pronto y trasladaron a Laila al interior de la taberna para examinarla. Kazem, con el rostro marcado por la preocupación, caminaba de un lado a otro en la sala principal.
Karrar se acercó, colocando una mano firme en el hombro de Kazem.
—Debes partir, hijo. No puedes quedarte, por muy grave que sea la situación. Si retrasas tu viaje, las consecuencias serán terribles para todos nosotros.
Kazem apretó los puños, sintiendo el peso de la decisión sobre sus hombros. Su corazón le decía que no podía dejar a Laila en ese estado, pero el deber con el Khan lo llamaba.
Amal y Safa subieron con cautela a la planta superior, acercándose a la puerta donde los médicos atendían a Laila. Las voces se escuchaban claras a través de la madera.
—No conocemos esta enfermedad —dijo uno de los médicos—. Es probable que no sobreviva más de un mes.
Amal, con una expresión que mezclaba sorpresa y emoción, susurró:
—Es lo mejor que podría haber pasado.
Safa la miró, reprendiendo su comentario con una expresión seria.
—Amal, esto no está bien. No podemos alegrarnos de algo así.
Amal respondió sin titubeos:
—Mientras ella viva, nunca podremos estar con Kazem.
Los pasos de alguien se escucharon en el pasillo, y ambas se apresuraron a esconderse en una habitación cercana. A través de una rendija, vieron a Kazem acercarse a la puerta de la habitación de Laila. Los médicos salieron y le informaron de la situación. Kazem cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos.
—¡Oh, Alá! ¿Por qué esta desgracia nos ha alcanzado? —clamó con angustia.
Desde la cama, Laila abrió los ojos y lo miró. Con un esfuerzo visible, habló.
—Kazem, algunas cosas se pueden ocultar a las personas, pero nunca a Alá.
Kazem entendió el mensaje implícito en sus palabras. Se inclinó hacia ella, tomando su mano con delicadeza.
—Te juro, Laila, que nunca en mi vida tendré ojos para otras mujeres.
En la habitación contigua, Amal y Safa escucharon esas palabras. Ambas sintieron cómo sus corazones se desgarraban ante la promesa de Kazem. Amal apartó la mirada, mientras Safa cerraba los ojos, conteniendo las lágrimas.
Laila continuó, con voz débil:
—No quiero ser la causa de la ira del Khan sobre nuestra familia. Ve, Kazem, cumple con tu deber.
Kazem se inclinó y besó la frente de Laila antes de salir de la habitación, su rostro marcado por la tristeza. Amal y Safa esperaron en silencio hasta que sus pasos se alejaron, y luego regresaron a sus quehaceres.
En el establo, Kazem montó su camello y comenzó el largo viaje hacia el oeste, rumbo al campamento del ejército en el valle de Zahrarus. Mientras avanzaba, sus pensamientos no cesaban de volver a la escena en la taberna. Llevaba consigo una pena que lo consumía; había jurado fidelidad a Laila, pero en su corazón sabía que había traicionado a Amal y Safa.
Laila, una vez sola en su habitación, sonrió para sí misma. Todo había sido un vil engaño. Había logrado que Kazem prometiera no desear a otras mujeres, obligándolo a retractarse de cualquier sentimiento hacia Amal y Safa. Acarició el anillo en su dedo y murmuró:
—Ahora, que se atrevan a acercarse a él. Les haré la vida imposible.
Mientras tanto, Amal y Safa, ocupadas con sus labores, trataban de reprimir el dolor que sentían. Sabían que, aunque Kazem las amara, el juramento que había hecho a Laila era un muro infranqueable.
Días después, Kazem llegó al campamento del Khan. El sonido de los tambores de guerra llenaba el valle, pero en el corazón de Kazem, la batalla más difícil ya había comenzado. Había dejado atrás el amor de Amal y Safa, y una promesa que pesaba como una cadena alrededor de su alma.