Konan y Noah

4

Noah.

Apenas estoy estacionando mi carro cuando mi celular suena.

Konan…

Contesto rápido.

―¡Hey! Acabo de llegar a mi casa, ¿todo bien?

Ella tose al otro lado.

―¿Konan?

Ella solloza. Me aferro al asiento y enciendo de nuevo el carro.

―¿Qué pasa?

―Voy… ―pausa―, Voy a morir, Noah.

Y no tuvo que decir otra cosa, arranqué el auto rápido y ella colgó.

Llamo rápidamente a una ambulancia.

―911, ¿Cuál es su emergencia?

―Traigan una ambulancia a la calle Canadá número 17. Rápido.

―Va para allá.

No la quiero perder, no todavía.

Duerme más por favor.

Arranco más rápido, necesito llegar.

Unos minutos después, llegue a su casa.

Como siempre, sus padres no están.

―¡KONAN! ―grito desesperado y subo rápidamente a su habitación, la puerta está abierta y ella está ahí.

De la forma en la que menos quería verla, la vi.

Tirada en la alfombra de su habitación…

Sus manos llenas de sangre, una de ellas con el celular.

Sus labios entreabiertos, que en vez de estar rojizos están pálidos.

Su ropa rasgada.

¿Qué te hicieron?

Y lo más horrible:

Sus ojos estaban cerrados, su pecho no subía ni bajaba.

Las sirenas de la ambulancia se escuchan un poco lejanas.

Siento que voy… No. Voy a llorar.

Y cuando rompí en llanto, me dejé caer en mis rodillas.

―No te vayas… No ahora. Duerme más.

Las sirenas de la ambulancia que se escuchaban más de cerca así que bajé a abrir la puerta.

Rápido, la ambulancia llegó.

―¿Qué sucedió?

―Está arriba ―entre sollozos les digo a los que traen una camilla. Ambos con su típico traje azul. Corren escaleras arriba.

Me quedo ahí abajo hasta esperar que vengan con ella.

Y cuando vienen, un chico me da una sonrisa triste.

―Está grave ―dice uno de ellos.

No.

No.

No, por favor, no.

Y rompo en llanto otra vez.

―Acompáñenos.

Los sigo hasta la ambulancia y subo después de ellos. La ambulancia con sus sirenas encendidas arranca.

Le hacían muchas cosas.

Sueros.

Reanimaciones.

Ella no se puede ir.

Llegamos al hospital y la ingresan a urgencias.

―Hagan lo que puedan, ella no puede morir aún ―digo y un sollozo deja mis labios.

Un enfermero toma mi hombro y le da un apretón, después dice:

―Haremos lo que podamos.

Y con eso ingresan a un lado al que yo no podía entrar ni ver.

Un doctor cargando su bata, con el estetoscopio colgado alrededor de su cello, con lapiceros en una de las bolsas de la bata, y su gafete colgando del cuello de la bata, con pantalones blancos y los zapatos haciéndoles juego, se acerca a mí, y sé perfectamente bien quién es.

―Toma asiento, hijo.

Mi papá.

―Papá… ―digo y él me envuelve en sus brazos.

―Todo va a estar bien, ella va a estar bien, te lo aseguro.

―Solo quiero…

―Shhhhh ―me calla sobándome la cabeza―. Está bien. Estará bien.

Es el momento de la vida cuando necesitas que alguien cercano a ti te dé un abrazo y te diga el famoso “todo va a estar bien” porque así lo crees.

―¿Y si no?

Mi papá duda un segundo, pero después habla.

―Si no, ella estará bien, en un mejor lugar, en el paraíso. Créeme, ella estará mejor allá.

―Pero tengo un presentimiento de que sus padres cambiarán de opinión… ―digo porque es cierto… será cierto―. Ella tiene que seguir.

―Y lo hará, hijo, lo hará. ―toma mi cabeza entre ambas manos y besa mi frente―. Hijo… Ella es fuerte y saldrá de esta. ―despeina un poco mi cabello―. Iré a ver cómo está.

Pero antes de que diera un paso, los enfermeros salieron de ese lugar al que uno no puede entrar.

Me levanté de golpe.

No es la primera, ni la segunda, ni mucho menos la tercera vez que he traído a Konan a este hospital. Ya los enfermeros saben a quién acudir y a quién decirle la información sobre Konan.




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