La abadía

Capítulo 1

 Los incesantes y atronadores golpes en la puerta obligaron a sor Teresa a precipitarse escaleras abajo, eran las dos de la madrugada y aquellos ruidos seguramente despertasen al resto de las hermanas, si no lo había hecho ya la tormenta; ella apenas había podido cerrar los ojos, estaba inquieta. Se apresuró en abrir la diminuta compuerta que las comunicaba con el exterior veladas por una celosía que dibujaba estrellas mozárabes. Lo que había detrás difícilmente se veía.

- ¿Quién va? - no hubo respuesta, la sombra, en la que adivinaba que se escondía alguien, permaneció inmóvil. - ¿Qué busca? - subió el tono, pero ni así consiguió que una palabra saliera de la boca de la presencia, solamente un ligero movimiento de cabeza le dio señales de vida.

Un relámpago iluminó por un instante el cielo y aportó la luz suficiente para que la monja pudiera ver con claridad una figura femenina cuyo rostro ocultaba la melena que chorreaba por la incesante lluvia que caía aquella noche, una joven que tiritaba, mientras se abrazaba intentando que no se le fuese el calor del cuerpo.

- ¡Cristo misericordioso! ¿Qué te ha pasado, hija?

Se apresuró a abrir la pesada puerta de madera incumpliendo las normas de la orden; la abadía debía permanecer cerrada a cal y canto entre la puesta y la salida del sol. La triste luz se derramó afuera y le descubrió a una chica que llevaba un finísimo vestido totalmente mojado y pegado a la piel cubierto de manchas negruzcas. Estaba descalza y desgreñada.

- ¿Quién te ha hecho esto? – gentilmente la guio por el pasillo hasta la cocina, donde reavivó del hogar. Sentó a la muchacha al lado de las brasas y le puso su propia bata sobre los hombros frotándole los costados y los brazos. Otra monja apareció por la puerta y se quedó estupefacta con el estado de la extraña.

- ¿Qué ha pasado, sor Teresa? ¿Quién es?

- Vaya a buscar a la madre superiora, hermana.

- Pero ¿quién es?

- ¡Vaya de una vez!

Salió corriendo de la estancia.

- ¿Qué te ha pasado, criatura?

La muchacha, con la cara escondida, parecía paralizada. La hermana puso a calentar un puchero con leche y buscó en la alacena un mendrugo del día anterior y algo de chocolate, mientras de reojo observaba a la extraña y la interrogaba sobre el cómo y por qué había llegado hasta el convento en aquel estado, pero la única respuesta que obtenía eran los espasmos de su cuerpo intentando defenderse contra el penetrante frío.

La autoritaria figura de la madre superiora, en bata y con el pelo recogido en una trenza que caía sobre uno de los hombros, irrumpió en la cocina. Observó en silencio la escena y se acercó calmadamente a la chica, a la que alzó la cara para mirarla en los ojos que no respondieron al gesto y permanecieron perdidos en el interior de aquel ser que no atendía a estímulos. Tras analizar la situación sin apresurarse en tomar una solución, resolvió.

- Sor Luisa, prepare una celda. Sor Teresa, asegúrese de que coma algo. Mañana, después de maitines, las dos en mi despacho.

Salió de la cocina sin pronunciar una sola palabra más. Las dos hermanas se quedaron mirando sin saber exactamente qué pensar, y se apresuraron a cumplir con las órdenes de la superiora.

- Come, hija, te vendrá bien para quitarte el frio.

 

Gentilmente, casi con maneras maternales, la monja guio a la joven por los pasillos hasta su celda. La ayudó a desnudarse, la ayudó a asearse y la acomodó en la cama. Con la vista puesta en el crucifijo que velaba el lecho se persignó. Antes de cerrar la puerta, echando el último vistazo, le vino fugazmente a la memoria su primer día en el convento, hacía ya tantos años, cuando ella misma era una niña, más joven incluso que la que ahora reposaba ante ella. Podía rememorar, casi como si lo sintiese ahora mismo, la ilusión y los nervios por entrar al servicio del Señor, labor que le había venido como una epifanía cuando, una tarde de plácido verano, se le había aparecido la virgen a los pies de un árbol. Nunca lo había mencionado, conocía demasiado bien el tormento por la que habían pasado otras muchachas, casos como el de Fátima o el de Lourdes, y no se sentía con fuerzas para soportar la misma tortura, el juicio popular y el eclesiástico. Había sido débil, cobarde, pero esperaba que la Santa Madre no se lo tuviese en cuenta, que el haber entrado al servicio de la Fe compensase de alguna forma su pecado. Por otro lado, tampoco le hubiese esperado una vida distinta si hubiese optado por no ingresar en la orden, hubiese acabado irremediablemente bajo las órdenes de otro superior, pero éste más mundano, con los defectos que ello conlleva, que la hubiese obligado igualmente a servir, pero también a entregar su cuerpo, quizás contra su voluntad, saciando las ansias carnales que todo macho guardaba en su interior, fruto sin duda de influencia del maligno. Ahora, por el contrario, se postraba ante un Ser que no le pedía sino humildad, y a cambio la colmaba de amor puro, le otorgaba una misión en el mundo, más profunda que la de perpetuar la especie, y le había proporcionado una nueva familia, sus hermanas y la madre superiora. Remembraba, sobre todo, la paz de la primera noche, como si los muros irradiasen la presencia de Dios, una armonía que aún hoy en día la acompañaba y no la había abandonado ni un solo momento en los tantos años de servicio en el convento. Oró al Altísimo para que la muchacha que yacía inmóvil en la celda hallase la misma quietud, y se encontrase a sí misma. Cerró la puerta, que chirrió molesta por el gesto, y tras dudar por un segundo en el que una sombra le cruzó el pensamiento, echó el cerrojo; ya había quebrantado la norma de no abrir la puerta por la noche, tenía que respetar la de que los extraños que se alojasen debían dormir bajo llave.




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