La abadía

Capítulo 4

Los pasos sonaron quejumbrosos en la gravilla del patio de acceso. La reja, que el inspector había dejado entreabierta, rechinó con un golpe de viento que soliviantó a las palomas que levantaron el vuelo asustadizas. Se acercó a la pesada puerta de madera y llamó con la aldaba. Esperó un buen rato antes de repetir la operación. Un diminuto ventanuco tras una celosía se abrió y una voz femenina lo interrogó.

- ¿Quién va?

- Soy el detective Pérez. Necesitaba hacerles unas preguntas.

Un silencio excesivamente largo se sucedió.

- ¿Sobre qué?

- Sobre el padre José.

De nuevo el silencio, excesivo, incómodo.

- Espere aquí un momento. – la ventanilla se cerró con un urgente ruido de madera.

Esperó largo rato, protegiéndose del incómodo aire que barría la calle y arremolinaba las hojas. Amenazaba lluvia, y no sería poca la que cayese.

La puerta se abrió súbitamente. El umbral lo ocupó a medias la figura de una monja con hábito azul. Era una mujer de mediana edad, enjuta, con rostro severo. De su cintura colgaba un rosario de madera simple y sin adornos. Escondía las manos detrás de sí.

- Soy sor Julia, abadesa de la congregación. ¿En qué puedo ayudarle?

- Buenos días. Soy el detective Pérez. Quisiera hacerle unas preguntas sobre el padre José.

La mujer le observó de pies a cabeza analizando si era una persona de la que poder fiarse. Estaba terminantemente prohibido que nadie entrase dentro del recinto, excepto, claro estaba, el padre que las asistía y todo aquel al que el obispado diese permiso. Valoró la situación, sopesó las circunstancias, y le franqueó el paso. Tras cerrar la puerta, con un leve gesto con la cabeza, le indicó que la siguiera. Le guio hasta su despacho. En el breve recorrido, el agente lanzaba miradas a derecha e izquierda, pero todas las puertas permanecían cerradas y no había nadie por los pasillos.

Entraron en una estancia cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros. Frente a la puerta había un pesado escritorio tallado de madera, parecía roble, y tras él, un butacón de piel de color wengué sobre el que se cernía un pesado y realista cristo crucificado.  La luz entraba tamizada a través de un ventanal cuyos bordes presentaban vidrieras de colores rojo, azul y amarillo.

La madre superiora rodeó el secreté al tiempo que le hacía un gesto al hombre para que se acomodase en una de las incómodas sillas de madera que bloqueaban el paso entre la puerta y el mueble del buró.

- ¿Está usted sola en el edificio?

- Ya supondrá que no, señor…

- Pérez.

- Señor Pérez. No nos está permitido tener contacto con el exterior. De hecho, ni siquiera nos está permitido abrirles la puerta a extraños, pero teniendo en cuenta las circunstancias…

- Entonces está al tanto.

- ¿De qué?

El policía, con esa respuesta, supo de inmediato que iba a ser un hueso duro de roer. Estaba dejando patente que no le iba a regalar ni un solo indicio y que, cualquier cosa que respondiese, iba a estar perfectamente medida y calculada.

- Del fallecimiento del padre José.

- Estoy al tanto.

- ¿Y de las circunstancias?

- Sé lo que necesito saber.

No le quedaba otra opción que ir de frente y hablar a las claras, sería la única forma de obtener las respuestas que necesitaba de aquella monja.

- El padre José ha sido asesinado. – la hermana ni se inmutó, le miró largamente sin alterar el gesto. – Las circunstancias son… cuando menos, extrañas. Tengo entendido que era el sacerdote que atendía a esta comunidad. ¿Es así?

- Así es.

- ¿Notó últimamente algún comportamiento extraño en él, algo que le llamase la atención? Ustedes debían de tener mucha relación con el padre.

- Nuestra relación con el padre José se limitaba al oficio semanal y la confesión de las hermanas. Más allá de eso, no existía ninguna comunicación.

- ¿Y no notaron nada?

- No.

Vía muerta. Quizás debiese plantear el interrogatorio de otra forma.

- ¿Cuántas hermanas son?

- Siete.

- ¿Y alguna se sentía más… cercana al padre?

- Ya le he comentado cuál era nuestra relación. Si el padre hablaba con alguien más que con el resto, era conmigo, como cabeza de la congregación.

- Y usted no vio nada extraño.

- Nada que tuviese que ver con el padre José.

- Pero sí han sucedido cosas extrañas. – pensó que estaba ganando esa mano.

- Como en cualquier casa. – por un momento estuvo a punto de comentar la misteriosa aparición la misma noche del asesinato, pero optó por callar, seguramente no tendría relación más allá de la temporalidad. - Comida que desaparece, probablemente achacable a la hermana Teresa, cosas que se extravían…




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