La abadía

Capítulo 5

La congregación estaba alterada, revolucionada, faltaba sólo un día para que el nuevo sacerdote llegase. Quizás debieran haberse sentido ilusionadas por tener de nuevo un guía espiritual, y así era sin duda para la madre superiora Julia y alguna hermana de las más antiguas, pero la mayoría, por su falta de contacto con el exterior, se dejaban llevar por el ansia del cotilleo, de la novedad, de lo distinto desde el punto de vista más mundano; sólo les importaba saber cómo era, qué aspecto lucía, cómo sonaba su voz. Se notaba el nerviosismo en sus rutinarias tareas diarias que realizaban no de forma pausada, encontrando devoción en cada uno de sus quehaceres, sino atolondradas, como debía de sentirse una jovenzuela justo antes de la primera cita a solas con el hombre de sus sueños.

La extraña chica que había aparecido días atrás en la puerta del convento seguía sin dar señales de consciencia. La única evolución que habían notado es que ya comía, pero de una forma mecánica, y siempre asistida y servida por una de las dos monjas a cuyo recado estaba, sor Teresa, que le había plantado cara a sus miedos y volvía a ver a la chica como lo que era, y sor Luisa, mucho más asustadiza, siempre en guardia, esperando que en cualquier momento la desconocida se comportase de forma extraña, cosa que no había sucedido; desde luego ella nunca había sido testigo de ello, tan sólo sabía de comportamientos inusuales por lo que su compañera de tareas y rezos le había contado.

 

Pero sí que sucedían cosas extrañas, hermanas que se despertaban gritando en medio de la noche al tener pesadillas. Lo que más preocupaba a la abadesa, porque podía sembrar el terror y la desconfianza entre las religiosas, era el trance de son Ángela, la mayor de las hermanas, cercana al centenario, ciega y prácticamente sorda.

Durante la cena, la segunda con la desconocida entre los muros, la anciana monja había comenzado a temblar, derramando la sopa sobre el hábito. Con los ojos en blanco, el cuerpo rígido, babeando la última cucharada de sopa, con una voz extraña que no parecía salir de aquellos viejos labios, potente, clara en su mensaje, había dicho “el mal se acerca, todas moriremos pronto”. Acto seguido, como si nada hubiese sucedido, se recompuso y buscó infructuosamente la cuchara, que había ido a parar al suelo con un sonido atronador, a la derecha de su plato.

- Hermana, no encuentro mi cuchara. – lanzó la frase al aire con su agonizante voz habitual para que la recogiese quien estuviese a su lado, sin preocuparse de quién era, acostumbrada a tener siempre alguien al costado que se cuidaba de que nada le faltase.

El silencio se hizo profundo, todas las siervas de Dios la miraron con pavor, el miedo invadió sus corazones sin que ninguna acertase a moverse o gritar.

- ¿Hermana? Mi cuchara. – y mostró la palma de la mano esperando a que alguien depositase en ella lo que reclamaba.

- ¿Qué es lo que ha dicho, sor Ángela? – la interrogó alertada la madre superiora.

- Que no encuentro mi cuchara. – tanteó la mesa delante de ella donde debería estar el cubierto. - ¡No está!

- No, hermana. Antes de eso. – el terror había mudado su cara.

- Nada. No he dicho nada antes de eso. ¿Me da alguien mi cuchara?

La única novicia de la congregación le acercó el cubierto desde una alacena, despacio, temblando de pavor, mirando fijamente a la anciana por si volvía a entrar en trance. Nada sucedió.

- Sigan comiendo, hermanas. – ordenó sor Julia intentando aparentar tranquilidad.

Realmente estaba aterrorizada. Le vino a la mente la conversación con sor Teresa en la que se había burlado de su miedo, el mismo que ella sentía en ese momento. Tenía un mal presentimiento, o el mismo que había comenzado a sentir en cuanto la joven había aparecido en su puerta y que, recurrentemente, la invadía en cuanto se permitía el lujo de no pensar y sólo sentir, lo que no era frecuente, más allá de los momentos de oración en los que se reunía con el Señor. ¿Sería una señal suya? Algo tendría que contarles a las hermanas para tranquilizarlas, pero no se le ocurría nada que pudiera resultar remotamente creíble y explicase lo que acababa de suceder.

- Sor Teresa, recuérdeme mañana que llame al médico a primera hora. – señaló con los ojos a sor Ángela, y acompañó la mirada con un ligero gesto de señalamiento hacia la anciana monja.

No solía justificarse de los actos que realizaba con las hermanas, y desde luego no necesitaba que nadie le recordase lo que tenía que hacer, pero era una forma de templar los ánimos y la única manera de encontrar una explicación plausible al comportamiento de la más antigua de las habitantes de la abadía. Aquel suceso tan extraño debía de tener una explicación que sin duda un facultativo les daría.

Esa aclaración no fue del todo convincente, por lo menos sin realizarle a la hermana las pruebas pertinentes, desde luego no con una simple exploración, pero el doctor casi podría asegurar que, por su edad tan avanzada y el deterioro de su cuerpo, probablemente lo que sufría sor Ángela era un cáncer cerebral que, con bastante frecuencia, en su fase terminal, producía alucinaciones.

- Ya le digo, sor Julia, que necesitaría hacerle pruebas, y tendría que ser en el hospital, pero casi apostaría que ese es el origen del comportamiento extraño que me ha relatado. Y si tengo razón, mucho me temo que a la hermana le queda muy poco de vida, no sé siquiera si llegaría a un mes.




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