La abadía

Capítulo 6

Dos agentes se precipitaron hacia la calle, casi arrollando al inspector Pérez que llegaba a la oficina. A penas atravesó las puertas giratorias se percató de que toda la comisaría estaba revolucionada. No preguntó, era más de observar, pronto sabría lo que sucedía. El nuevo fichaje, un joven con más ganas que conocimientos, con toda la actitud y otro tanto de inexperiencia, detuvo su carrera un instante para regalarle una enorme sonrisa.

- Parece que La Ermita está de moda últimamente. – y salió corriendo, dejando la frase colgada del aire sujeta por un guiño de ojos.

Le siguió brevemente con la mirada, y se encaminó a su escritorio. Jonás, su vecino de despacho, leía el periódico recostado en la silla con los pies sobre la mesa.

- ¿Qué ha pasado? – señaló la puerta con un gesto indiferente.

- Un accidente de coche. Creo que hay un muerto. – ni siquiera levantó la vista de las hojas impresas que mantenía en sus manos.

- ¿Dónde ha sido?

Como respuesta recibió un encogimiento de hombros.

Dejó el maletín sobre la mesa, y colgó el abrigo del perchero. Se acomodó en su silla y encendió el ordenador. Se quedó ensimismado mirando la pantalla que le solicitaba las claves de acceso.

Aquel caso le tenía confundido. Un cura aparecía muerto y con sus partes amputadas por, según decía el informe forense, un cable o alambre. La escenografía simulaba la pasión de Cristo, postura, heridas… Pero hasta ahí, no había nada más, ni una pista, ni ADN, ni huellas, nada. El único hilo del que había podido tirar era el de la abadía en la que el sacerdote prestaba servicios como guía espiritual a las monjas de clausura, pero se había topado con una madre superiora poco comunicativa y nada dada a cooperar. De que sabía algo estaba seguro, pero no había logrado sonsacárselo. Tenía que hacerles una nueva visita, pero estaba dejando que pasase el tiempo suficiente para que la religiosa creyese que ya no estaba en su punto de mira, para después atacar de nuevo, producirle nerviosismo y así, si todo iba sobre lo planeado, obligarla a cometer un error, quizás se le escapase algo, por ínfimo que fuera, que la derrotara por completo. Aun así, por primera vez en mucho tiempo se sentía desorientado. No es que el expediente difiriera de cualquier otro, siempre parecía que no había ni un resquicio en la trama por el que tirar, pero al final, siempre se acababa solucionando con tesón y profesionalidad, pero esta vez tenía la corazonada de que no iba a resultar sencillo. Tal vez debiera recomenzar y llevar el caso siguiendo el protocolo que, hacía tantos años que le costaba hasta recordarlos, había aprendido en la academia. Esa debía de ser la solución. Dejándose guiar ciegamente por el instinto, y sus conocimientos, descolgó el teléfono.

- Buenos días, Magali. ¿Podrías hacer un trabajito por mí? Necesito que me revises todos los expedientes de los últimos… digamos… cinco años que tengan como escenario La Ermita.

Escuchó atentamente la breve respuesta.

- Sí, también, lo que tengas. Gracias. – colgó el auricular y miró a su compañero. - ¿Tú sabías que el accidente ha sido en La Ermita? – la indiferencia le respondió negativamente.

 

Un dolor contenido invadía la pequeña capilla de la abadía. El féretro de sor Ángela reinaba en el centro del pasillo frente al altar decorado con un sencillo ramo de flores blancas. Se había encendido incienso con el fin de purificar el ambiente, pero conseguía el efecto contrario, recargarlo más y generar una atmósfera opresiva. Las hermanas, ensimismadas, bien de rodillas, de pie o sentadas según marcase la liturgia, contenían las lágrimas y emanaban pasión. El padre Ramuel dirigía la ceremonia sin mostrar ningún tipo de emoción, casi mecánicamente, como si, a pesar de su joven edad, la hubiese ejecutado miles de veces. Sor Julia, inconscientemente, lamentaba esa falta de emoción por parte del padre, como si ello ensuciase la belleza del acto y que ella, por respeto y cariño a la difunta, deseaba fuese impecable. Algo había en aquel párroco que a ella no terminaba de convencerla, sin tener nada en lo que basar la premonición; la breve visita, interrumpida por la urgencia de los hechos acontecido en el mismo instante, la partida de la adorada hermana y el retorno a la consciencia de la desconocida, no había permitido que llegase a formarse una idea clara, ni siquiera aproximadamente, de cómo era el hombre. También había resultado extraña la llamada del obispado, escaso tiempo después de que él se hubiese ido, preguntando si se había presentado a la reunión. Por supuesto que no se había cuestionado los motivos del alto despacho para interesarse por aquello, pero no dejaba de resultar, cuando menos, extraño.

Terminada la ceremonia, acompañaron al féretro hasta el diminuto camposanto que se situaba dentro del recinto en uno de sus extremos. Depositaron el ataúd frente al nicho en el que reposaría y regresaron al interior del edificio a esperar a que los enterradores, que accederían desde el exterior por una diminuta verja, cerraran la tumba, después retornarían para los últimos responsos.

El padre Grigori volvió a la arcada en la que esperaban las hermanas para avisarlas de que podían regresar a cielo abierto sin que nadie de fuera de la congregación las viese. Una por una, desfilaron hacia el lugar del último reposo de sor Ángela. A tenor que iba pasando, él les iba dando la mano y el pésame. Sor Julia, que iba en último lugar, creyó percatarse de que el cura, sujetando la mano un instante más de lo prudente, manteniendo la mirada de una forma ligeramente prolongada e incisiva, le había prestado especial atención a la novicia, la única mujer joven que quedaba en el convento; las demás pasaban todas de la cincuentena. La alarma tensionó su cuerpo, pero Inés, ya fuera por el dolor, o por la castidad presupuesta, ni le miró y avanzó con la cabeza gacha y actitud recatada, como cabría esperar de una sierva de Dios. Solo había sido un instante, pero aquel simple gesto la había puesto en guardia. Debería mantenerse alerta por si algo parecido volvía a producirse, si no había sido sugestión suya. Ese tipo de actitudes debían ser cortadas de raíz. Hablaría con la muchacha de una forma no demasiado directa, pero dejándole patente qué se esperaba de ella en cuanto al trato con todo aquel de fuera de la congregación. Cuando le llegó su turno de recibir el pésame por parte del párroco, le miró fija y gravemente, mostrándole que había sido testigo de su desliz, algo que no iba a volver a permitir.




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