Sor Teresa abrió la celda en la que descansaba la muchacha que había aparecido una noche de tormenta en la puerta de la abadía. Habituada a que la joven no reaccionara a ningún estímulo, estaba como ida desde el momento de su llegada, a penas si la miró cuando entró en el cuarto, con la intención fija en preparar el baño para ayudarla a asearse, siguiendo lo que comenzaba a convertirse en una rutina; ya se le habían olvidado los extraños sucesos de los primeros días, las cosas habían vuelto a la normalidad. Atrás habían quedado los crucifijos caídos, los animales muertos y los trances de son Ángela, que Dios la acogiese en su seno. Por eso se sobresaltó cuando fijó su mirada en la chica y la encontró encogida en un rincón, intentando protegerse con la almohada, con un rictus de terror que testificaba que por fin había vuelto a su ser.
- ¡Virgen del amor hermoso! – se acercó a ella de una forma que la chica entendió como un ataque, obligándola a gritar.
- ¡¿Quién es usted?! – y se encogió aún más en el rincón.
La monja frenó en seco e intentó adquirir su apariencia más dulce.
- Soy sor Teresa, cariño. ¿No me recuerdas? – la muchacha negó con la cabeza aterrorizada. – Soy la hermana que ha estado cuidándote.
- ¡¿Qué quiere de mí?!
- Nada, mi cielo. Sólo que te pongas bien.
Tanta bondad y empatía emanaba la religiosa que la chica relajó sus defensas mínimamente, lo suficiente para echar una ojeada alrededor.
- ¿Dónde estoy?
- En la abadía de La Ermita. ¿Sabes dónde es?
La joven asintió ligeramente con la cabeza.
- ¿Cómo te llamas, cielo? – preguntó la religiosa sin atreverse todavía a acercarse a la joven, aunque esta parecía comenzar a calmarse.
La muchacha sopesó si podía fiarse o no de la mujer frente a ella, pero aún aterrorizada, no quiso darse a conocer. Negó ligeramente con la cabeza sin apartar la vista de la monja que entendió perfectamente la situación.
- Muy bien. Ahora voy a ir a buscar a la madre superiora que ha estado muy preocupada por ti. ¿Comprendes lo que te digo? – la chica asintió. – Tengo que cerrar la puerta, normas de la abadía, pero volveré muy pronto acompañada, y te traeré algo de comida. ¿Tienes hambre? – de nuevo una respuesta afirmativa. – Tú no te preocupes, mi cielo, que todo va a salir bien.
Se dio la vuelta para ir en busca de la madre superiora cuando la voz de la chica la detuvo resonando en su cabeza.
- Si era ella la que viste en el árbol, me lo ha dicho. Y no está enfadada, te ama.
Sor Teresa se volvió azorada pero no atinó a decir nada, salió cerrando la puerta con llave, órdenes de la abadesa, y corrió en busca de sor Julia.
El móvil del inspector Pérez solamente sonó una vez antes de que él atendiese la llamada, lo que hizo sin mirar la pantalla.
- Pérez. – respondió mecánicamente.
- Buenos días, inspector. Soy sor Julia, la madre superiora de la abadía de La Ermita.
- Buenos días, madre. ¿Qué puedo hacer por usted? – la llamada le había sorprendido, y su gesto lo dejó patente.
- Me temo que no he sido del todo sincera con usted.
- ¿Mentir no es pecado, hermana? – no pudo evitar la sorna. Al silencio que se produjo, reaccionó pidiendo perdón.
- Hace unos días apareció en la puerta de la abadía una chica a la que hemos dado cobijo. Venía fuera de sí y no reaccionaba…
- ¿Cuándo fue? ¿Cuándo apareció? – la interrumpió.
- La noche que asesinaron al padre José. – el inspector abrió los ojos como platos, este giro de los acontecimientos era totalmente inesperado, pero trató de no manifestar su sorpresa a la mujer al otro lado de la línea.
- Continúe.
- La chica, hoy, ha vuelto en sí.
- ¿Han podido hablar con ella?
- Sí.
- ¿Sabe cómo se llama?
- Carmen. Carmen Cornejo.
- Voy para allá. – decretó al tiempo que se ponía en pie y recogía el abrigo del perchero de su despacho.
Cuando llegó a la abadía había un gran revuelo. Una ambulancia ya se había presentado, con ella dos patrullas de la policía. Los agentes, en la puerta, impedían el acceso a un hombre que, gritando, intentaba por la fuerza entrar en el edificio. Aparcó y se acercó a la entrada, donde uno de los agentes le interceptó, negándole el paso. Mostró su placa.
- Soy el inspector Pérez. ¿Cómo está la situación?
- Las monjas no nos dejan entrar. Han permitido el acceso a los sanitarios, pero no a nosotros.
- Son monjas de clausura. – miró al hombre que se revelaba contra la autoridad. - ¿Quién es? – le señaló con un gesto de cabeza.
- Antón Cornejo, el padre de la chica.
Se encaminó hacia el hombre que se percató de la presencia del inspector, al que entendió como un superior, cejando en su empeño de forzar la entrada.
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Editado: 13.01.2024