Sor Julia no podía dormir. Se revolvía en el lecho. Estaba incómoda. Daba vueltas sin cesar intentando encontrar la postura, pero no hallaba reposo ni paz. Algo la debía de tener preocupada, pero no llegaba a identificar qué era. Se levantó, harta de frustrados intentos, y se acercó a la pequeña ventana de la celda. Podía observar la luna que empezaba a oscurecerse por uno de sus lados. Era la noche del eclipse, lo había olvidado. Tampoco le había dado demasiada importancia. Lo cierto es que la imagen era preciosa. Quizás debiera rezar, pero no le apetecía. En el fondo sentía, de vez en cuando, que su vida religiosa la apartaba del mundo. No se arrepentía, pero en noches como esas, en las que el insomnio la torturaba, no podía dejar de sentirse disgustada por todo aquello que había dejado de vivir. Llevaba muchos años de clausura, demasiado tiempo pendiente de sí misma, del Señor, pero eso ¿en qué había mejorado el mundo? ¿Qué provecho podía sacar la sociedad de ello? Estaba malgastando su vida sin ayudar a nadie, solamente beneficiándose de la paz del alma. ¿No era acaso un acto egoísta? ¿Cómo podía ese egoísmo abrirle las puertas del paraíso? Cada vez que se confesaba, quedaba absuelta, mediante penitencia, de sus pecados de palabra y obra, pero ¿y los de omisión? Por ellos nunca había rezado, nunca habían sido perdonados.
Salió al pasillo con la intención de acercarse a las cocinas, quizás un vaso de leche caliente la devolviese a su ser y la ayudase a conciliar el sueño. Los pasillos estaban en silencio, las puertas de las celdas de las hermanas estaban cerradas, todo en orden y como debía ser. Bajó la escalinata que la llevaba al refectorio. Al doblar una esquina se encontró de frente con la puerta de la calle que estaba abierta de par en par. El miedo la sacudió. Corrió rauda a su despacho y descolgó el teléfono. Su interlocutor tardó en contestar.
- Inspector Pérez. – habló en voz muy baja, como si confesase un pecado.
- Sí. ¿Quién es? – la voz sonaba a recién despierto.
- Soy sor Julia. Alguien ha entrado en la abadía.
- Llame a la comisaría. Salgo para allá. – el tono había cambiado por completo, ya se había puesto en acción. - ¿Dónde está usted?
- En mi despacho.
- No se mueva de ahí. No haga nada. Ya voy. – y colgó.
Realizó la llamada que el policía le había solicitado y se acercó a la puerta, que entreabrió para escuchar algún ruido que pudiese llegar de cualquier lugar del edificio. Silencio. Se aventuró a asomar la cabeza para otear el pasillo, no se veía ni se oía nada. Seguramente alguien había entrado para robar las reliquias del sagrario, con suerte ya se habrían ido. Lo raro es que ninguna hermana había escuchado cómo forzaban la entrada, o hubiese dado el aviso. Volvió a encerrarse en el buró, dejando pasase el tiempo hasta que llegasen las fuerzas del orden, pero se le estaba antojando eterno. No era una mujer que se limitase a esperar, su cargo le había acostumbrado a tomar decisiones rápidamente, no siempre podía esperar a que los superiores le dijesen cómo actuar. Tampoco era una pusilánime que se dejase asustar fácilmente. Todo esto, junto con su carácter, le confirió un falso valor que la empujó a volver de nuevo a la entrada de la abadía.
La puerta no estaba forzada, o no lo parecía, eso le decía su escaso conocimiento sobre ese tipo de cuestiones. Desde luego, no se veía nada roto. Si hubiese tenido la mente fría, hubiese pensado que alguien de adentro la había abierto, pero seguía asustada, no podía razonar con claridad; ni se le pasó por la imaginación que algo así hubiese podido suceder. Sólo tenían algo de valor en la capilla, allí se dirigió, hubiese sido un alivio de ser así, que sólo hubiesen entrado para robar y que los ladrones, oró al Señor, ya se hubiesen ido. Accedió al claustro y se acercó a la puerta del adoratorio que también estaba abierta. Al aproximarse le pareció escuchar una voz de hombre que venía de su interior, el miedo la paralizó un instante. ¿Y si no se habían ido? Pero ahora ya era vulnerable, si los cacos salían en ese momento, no tendría dónde esconderse, la verían irremediablemente. Respiró hondo, se recompuso, y continuó avanzando hacia la puerta del sagrario, muy despacio, intentando no emitir ningún sonido, ni siquiera el de la respiración, jadeante por la tensión del momento, y que quiso amortiguar tapándose la boca con la mano. Con suma lentitud y cuidado, una vez llegó a la puerta, se alongó para ver el interior de la ermita.
Los ojos casi se le salen de la órbita, tuvo que hacer un gran esfuerzo para acallar el grito que le nacía en la garganta, cuando vio la escena que se representaba al fondo de la capilla. Inés, la novicia, desnuda, dormida, muerta o en trance, yacía sobre el altar y el padre Grigori, de pie bajo la cruz, como si estuviese recitando misa, le acariciaba el vientre al tiempo que pronunciaba algún tipo de rito en una lengua que ella desconocía. Tuvo que ocultarse para poder respirar, le faltaba el aire. ¿Qué estaba sucediendo? Juntó un poco de valor para volver a asomarse y confirmar que sus ojos no la habían mentido y lo que había creído ver realmente estaba sucediendo.
- Bienvenida, hermana. – el padre Ramuel habló en voz alta sin tan siquiera mirarla.
Los candelabros que flanqueaban el presbiterio se encendieron súbitamente, sor Julia soltó un grito.
- Pase, no se quede en la puerta. Habrá muchas cosas que querrá saber. – alzó la cabeza y la miró directamente a los ojos.
La cara del cura estaba transformada. Era él, se le reconocían los rasgos, pero su mirada, brillante, era desafiante, trasmitía crueldad. Portaba una sonrisa inquietante.
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Editado: 13.01.2024