Amanda
Camino por el mercado navideño, el aire frío acaricia mi rostro y se cuela por los pliegues de mi bufanda. Los puestos están decorados con luces doradas que parpadean en la oscuridad, creando un ambiente cálido que se contrapone con el frío mordaz de la noche. El aroma a castañas asadas y a canela me rodea, transportándome a otro tiempo, uno que se siente lejano, casi olvidado, pero que resuena en mi memoria como si hubiera sido ayer. Las figuras de renos y copos de nieve se alzan en cada esquina, y las luces del árbol central destellan como estrellas caídas del cielo. En la distancia, se escucha el suave murmullo de una melodía navideña, esa que alguna vez consideré un simple fondo musical, pero que hoy, tras tanto tiempo, me trae una calma inexplicable.
Recuerdo cómo, cuando era niña, me emocionaba ver cómo se preparaba todo para Navidad. Mi abuela, con su sonrisa siempre dispuesta, llenaba la casa de luces y adornos hechos a mano, y me contaba historias sobre las Navidades de su juventud. No entendía el verdadero significado de esas historias entonces, solo sabía que me sentía feliz al estar cerca de ella. Los regalos nunca fueron muchos, me parecía que nada me hacía más feliz que el simple hecho de estar allí, con ella, en esa casa llena de calor y fragancias navideñas.
Lo que más deseaba, sin embargo, eran las muñecas que veía en los escaparates de las tiendas, aquellas de porcelana, con vestidos caros y detalles que brillaban como estrellas. Soñaba con recibir una de ellas, pero cada Navidad pasaba y el regalo nunca llegaba. Mi abuela, con sus manos habilidosas, me hacía muñecas de tela, sencillas, con sus ojos bordados y su sonrisa improvisada. No eran como las que deseaba, aun así las recibía con gratitud, aunque al final las dejaba en un rincón, olvidadas entre otras cosas. No comprendía entonces el verdadero valor de esos regalos hechos a mano, la dedicación, el amor y el esfuerzo que mi abuela ponía en cada puntada. Solo veía lo que no era, lo que me faltaba.
Un año, justo antes de que ella se fuera, me encontré con una esfera de cristal en la tienda del mercado. Dentro había un delicado muñeco de nieve, tan perfecto y brillante como los que veía en las vitrinas. La imagen me atrapó, y sin pensarlo mucho, me acerqué para admirarlo más de cerca. Mi abuela, siempre tan sabia, me dijo una vez que deseaba una esfera de cristal como esa, nunca pudo tenerla. Lo había contado con un toque de tristeza en sus ojos, como si un sueño nunca cumplido se hubiera quedado atrapado en su memoria.
Ahora, al caminar por este mercado, todo parece tan diferente. El bullicio de las voces, la alegría de los niños correteando entre los puestos, todo eso me resulta lejano y sombrío. No tengo a mi abuela para compartirlo. La gente se ríe, se abraza, se entrega a la alegría de las fiestas, mientras yo, sola entre la multitud, me siento como un eco de lo que solía ser.
Mi respiración se vuelve más densa a medida que me acerco al puesto donde vi aquella esfera. La luz de las farolas se refleja en su superficie, dándole un brillo tan intenso que me hace detenerme en seco. No sé por qué, solo que hay algo en esa esfera que me atrae, como si fuera una llamada que no puedo ignorar. La tomo en mis manos con una mezcla de curiosidad y nostalgia. Al agitarla suavemente, la nieve dentro comienza a moverse, creando una pequeña tormenta dentro de la esfera. Algo más sucede. La esfera parece pulsar en mis manos, como si estuviera viva, como si algo dentro de ella fuera capaz de sentir.
El tiempo se detiene, o al menos eso es lo que creo. Las agujas del reloj, que antes escuchaba tictaqueando en la distancia, se quedan inmóviles, suspendidas en un vacío silencioso. Todo a mi alrededor se congela en un instante eterno. No hay ruido, no hay movimiento, solo la esfera en mis manos, cuyo resplandor empieza a intensificarse, iluminando mi rostro con una luz cálida y extraña. En ese momento, siento una presencia a mi lado, aunque no la veo. Es una sensación como si estuviera siendo observada por alguien querido, por alguien que ya no está.
Entonces, la luz de la esfera se vuelve más brillante, envolviéndome en su resplandor, y el suelo bajo mis pies parece desvanecerse. Todo se borra, el mercado, la multitud, la ciudad misma. Y en su lugar, me encuentro de vuelta en un lugar que nunca imaginé regresar: la casa de mi abuela, tal como la recordaba en mis años de niñez. El aire huele a canela, a pino, a esos dulces que ella solía hornear. Las luces del árbol parpadean suavemente, y la chimenea crepita, llenando el ambiente con su calor. Es como si el tiempo no hubiera pasado.
No entiendo cómo es posible, lo siento en mis huesos. Aquí estoy, en el mismo lugar donde compartí tantas Navidades con ella, rodeada por la misma calidez que siempre me dio consuelo. Siento su presencia a mi alrededor, como si fuera a girarse y verme con esa sonrisa que jamás dejaré de recordar. Y entonces comprendo, profundamente, lo que nunca supe valorar: el verdadero regalo de la Navidad no era una muñeca cara ni un presente costoso. Era este momento, este tiempo compartido, el amor que se da sin pedir nada a cambio, el calor de una abuela que sigue viva en los recuerdos, en las tradiciones que ella me dejó. Y ahora, por fin, soy capaz de ver la magia que siempre estuvo allí, frente a mis ojos.