Había sido un día agotador. Mis ojos apenas podían mantenerse abiertos; el cansancio pesaba tanto que sentía como si las pestañas estuvieran hechas de plomo. Mis pies avanzaban por pura inercia, como si tuvieran una voluntad propia, arrastrándose en un ritmo lento y torpe que correspondía al estado en el que estaba. Era diciembre, y el aire helado me azotaba la cara, mordiendo cada centímetro de piel descubierta. La chamarra que había traído, una vieja y gastada de mezclilla, hacía poco o nada para protegerme del frío. Cada ráfaga me atravesaba, y el tiriteo constante era lo único que me mantenía medianamente despierto mientras intentaba llegar al metro.
Metí las manos en los bolsillos de mi pantalón de mezclilla, buscando algo de calor. El roce áspero de la tela contra mis dedos helados no era reconfortante, pero al menos evitaba que se entumecieran más. De paso, revisaba de manera automática si alguna notificación había llegado a mi celular. Aunque no esperaba nada importante, el hábito de revisar el teléfono era algo que hacía sin pensar, como respirar.
El camino hacia la estación se hizo eterno. Cada paso parecía más pesado que el anterior, y la acera estaba resbaladiza por la humedad de la noche. El sonido de mis zapatos chocando contra el suelo parecía un eco lejano en mi cabeza, como si no perteneciera del todo a este momento. Finalmente, después de lo que me parecieron horas, llegué al metro.
Con un movimiento casi mecánico, saqué mi tarjeta del bolsillo y la pasé por el torniquete. El pitido agudo confirmó que podía pasar, y empujé la barrera sin pensar demasiado en ello. El calor artificial dentro de la estación me recibió de golpe, envolviéndome como una manta áspera pero bienvenida. Caminé varios metros más, mis ojos vagando entre las tiendas de café, pequeños quioscos de dulces y revistas, y gente igual de abrigada que yo, algunos con gorros y bufandas, otros simplemente con las manos metidas en los bolsillos, como yo. Todos se veían cansados, con esa misma expresión de resignación que se forma después de un largo día.
Al llegar a las escaleras eléctricas, me detuve un instante antes de bajarlas. Las luces brillantes del lugar, junto con el zumbido constante del motor de las escaleras, me hicieron sentir ligeramente mareado. Suspiré y di un paso al frente, apoyándome en el pasamanos mientras descendía hacia los andenes.
El sonido del tren llegando resonó por todo el túnel, un rugido metálico que se mezclaba con los murmullos de la gente. Cuando llegó, me sorprendí al ver que no estaba lleno. "Un milagro", pensé, sintiendo una extraña punzada de alivio. Subí al vagón rápidamente, asegurándome de encontrar un asiento vacío antes de que alguien más lo reclamara. Me dejé caer en él con un suspiro pesado, acomodando la mochila frente a mí, sobre mis piernas. Era un gesto automático, casi un ritual.
Saqué el celular, más por costumbre que por interés real. Pero entonces, algo cambió. El sueño que hasta hace un momento parecía insuperable desapareció en un instante.
Mi cuerpo entero se tensó, como si una corriente eléctrica hubiera pasado por mí. La pantalla iluminada del celular parecía más brillante de lo normal, sus colores casi me quemaban los ojos. Algo en ese momento me decía que mi día, por muy agotador que ya hubiera sido, estaba lejos de terminar.
“Tenemos que hablar.”
Ese fue el primer mensaje que llegó de Sofía. Sofía, mi novia. Bueno, al menos eso creía yo hasta hace unos segundos. Mi pulso se detuvo un instante, y luego, sin darme cuenta, mi cuerpo respondió automáticamente: desbloqueé la pantalla, abrí el chat y leí esas palabras otra vez, como si hacerlo pudiera darles otro significado. Pero no lo hizo.
“Dime.” Mi respuesta fue escueta, casi fría. No tenía ánimo para rodeos; sabía perfectamente lo que seguía después de un "tenemos que hablar". Siempre había dos opciones en este tipo de conversaciones: o me iban a decir que estaban embarazadas o que esto debía terminar. Era así de simple y cruel. Pero con Sofía estaba seguro de cuál sería la respuesta. Nunca habíamos llegado ni cerca de una "quinta base" como para preocuparme por lo primero. Lo que me esperaba era otra despedida. Otra más.
La respuesta llegó casi de inmediato, tan rápido que me pregunté si ya lo tenía escrito de antemano.
“Estoy embarazada.”
Sentí que el corazón me saltaba un latido. Mi cerebro tardó unos segundos en procesarlo, como si la pantalla estuviera en otro idioma. Apenas notaba el traqueteo del vagón, el sonido de las conversaciones a mi alrededor o el leve aroma a metal oxidado que flotaba en el aire. Mis dedos se movieron solos, escribiendo la única palabra que podía formar en ese momento:
“¿Cómo?”
La pregunta salió automática, como un reflejo. No era solo sorpresa; era una mezcla de incredulidad, confusión y, sobre todo, un miedo sordo que me estaba apretando el pecho. Sofía y yo jamás habíamos llegado a tanto. Algo no cuadraba, pero no me atrevía a pensar más allá. Mi reacción fue tan obvia que incluso la señora sentada junto a mí desvió la mirada hacia mi teléfono, tratando de leer el mensaje en la pantalla.
El siguiente mensaje de Sofía llegó casi al mismo tiempo. Parecía que sus dedos corrían más rápido que mi capacidad de reaccionar.
“Lo siento. Un conocido del trabajo… Me enamoré y solo sucedió.”
Leí las palabras como si alguien me estuviera lanzando piedras al rostro. Una por una, cada palabra me dejaba sin aire. Antes de que pudiera asimilarlo, otro mensaje apareció en el chat: