La Alta Princesa: Tras la Coronación del Cielo

Capítulo Dos: La Mesa de las Propuestas

Horas antes de la ceremonia, en lo alto de la Torre del Consejo, el aire olía a papel viejo, cera derretida y tensiones sin nombre.
Los lores del Reino de Elandor ocupaban sus asientos en el salón circular. Las vidrieras filtraban la luz del amanecer en tonos fríos. Al centro, la silla alta del Arconte aguardaba vacía. Pero no por mucho. Cuando Maeron Thorneveil, el Arconte de la Corona, entró en la sala, todos se pusieron de pie. No por respeto, sino por hábito.

Él alzó una mano.

—Sentémonos.

Lo hicieron, con roces de telas nobles y miradas que se evitaban. Nadie quería ser el primero en hablar. Hasta que lo hizo Lord Brennar, viejo como las montañas, pero con una lengua aún afilada.

—Se habla en pasillos, mi señor. Que esta noche nombrará heredera a su hija.

El Arconte lo miró sin parpadear.

—Es cierto.

Un murmullo cruzó la mesa de piedra.

—Soreya –dijo la condesa Daryel–. Su hija primogénita. Pero... la reina consorte aún aguarda el fruto de su vientre. ¿No es apresurado?

—Ese niño aún no existe ante la ley ni ante los dioses –dijo Maeron–. No gobernaré con los caprichos del azar.

—¿Y si es varón? –preguntó Lord Herven, con voz áspera–. ¿Le quitará el derecho?

—No –respondió Maeron—. No se lo otorgaré.

Silencio.

—Eso es... inédito —dijo Lord Dreys, enderezando su postura—. Nunca se ha nombrado a una mujer heredera si existía la posibilidad de un varón.

—También era inédito que una mujer ascendiera al trono, y sin embargo Ilennia lo hizo —replicó Maeron.

Un susurro inquieto recorrió el salón. Todos recordaban a Ilennia. Reina por derecho propio. Cinco inviernos de reinado. Muerta por traición, su legado enterrado con ella.

—Ilennia fue amada por algunos, sí –dijo Lord Vannor con voz baja–. Pero muchos aún creen que su reinado dividió más de lo que unió.

—No fue su género el que dividió –respondió Maeron—. Fue el miedo de los hombres. Miedo a perder privilegios, miedo a que una mujer gobernara con más visión que ellos. Y ese miedo mató a una reina.

—¿Quiere arriesgar a su hija a ese mismo destino? —preguntó Lady Halven, mirando fijamente—. ¿O es que cree que Soreya tiene acero en las venas?

— Los tiene, yo la crié — Hablo Maeron — en caso de que no los tuviera, yo ascendi al trono a mis 16 años, tras la muerte de mi padre, y yo no tenía acero, pero tenía voluntad.

—Sin ejército. Sin esposo. Sin hijos. ¿Y aún así cree que el pueblo la seguirá? —inquirió Lord Brennar, apoyando las manos nudosas sobre la mesa.

Maeron lo miró sin pestañear.

—¿Acaso creen que esos atributos garantizan un buen reinado? Muchos de ustedes tienen esposas, hijos y ejércitos... y aún así no dejaría que gobernaran una sola torre de este castillo.

Un par de lores reprimieron sonrisas. Otros fruncieron el ceño.

—La sucesión no es un juego de apuestas -añadió Maeron, esta vez más severo—. El reino no puede esperar a que la reina dé a luz. No puede vivir pendiente de una cuna vacía. Soreya ya existe. Soreya ya es.

Lord Brennar, el más viejo entre ellos, se inclinó hacia la mesa.

—Nadie duda de que la princesa es... capaz. Pero el pueblo recuerda. La última mujer que gobernó sola fue Ilennia. Su reinado acabó en sangre. Lo que una mujer logra con astucia, los hombres lo anulan con acero. ¿Podrá protegerse sola, Soreya?

—No estará sola —dijo Maeron—. Estará respaldada por la autoridad del Consejo y por la voluntad del Arconte. Quien atente contra ella, atenta contra mí.

—¿Y el pueblo? —preguntó Lord Terel, con aire provocador—. ¿Aceptará a una reina sin corona de esposo? ¿Sin heredero varón?

—El pueblo ha aceptado peores cosas: impuestos injustos, sequías sin ayuda, guerras por orgullo. Esta vez aceptará algo distinto: justicia. Orden. Una heredera elegida no por conveniencia, sino por mérito.

Hubo un breve silencio. Pero las tensiones seguían flotando.

—La tradición... —empezó la baronesa Ysle-

—La tradición ha parido más guerras que paz —interrumpió el Arconte—. No me citarán leyes forjadas por cobardes en salones con vino y miedo. El Reino no será rehén de nombres antiguos.

—Es que no es una decisión menor —dijo Ulira, con falsa dulzura—. Soreya es mujer. No está casada. No tiene aún herederos, ni pacto militar con ninguna casa. Las alianzas que han sostenido este Reino nacen, muchas veces, de matrimonios. La historia nos lo ha enseñado.

— Tiene 15 años, tiene tiempo suficiente para encontrar un hombre de su nivel — Hablo Maeron.

—Soreya es joven —dijo Lord Marnel, el más pragmático de los presentes—. No ha liderado ejércitos. No ha enfrentado hambre, ni rebeliones. No tiene alianzas matrimoniales ni escudos ajenos que la respalden.

—Tampoco los tenía yo cuando ascendí al trono -dijo Maeron—. Tenía voluntad. Soreya la tiene. Y más que eso: tiene visión.

—Una mujer sin marido, sin espada, sin herederos -dijo Ulric, el viejo consejero del puerto—. ¿Y la coronaremos en plena paz? ¿O estamos acaso invocando el caos?

Maeron se levantó. No golpeó la mesa, no alzó la voz. Solo se irguió, y fue como si el cielo se cerrara sobre ellos.

—¿Y si fuera un hombre? ¿Dudarían de su sangre? ¿De su temple? ¿O es solo su sexo lo que les pesa?

Nadie respondió.

El Arconte se sentó de nuevo. Sus dedos descansaron sobre el anillo de hierro en su mano. El símbolo del poder que ni corona ni espada podían otorgar: la voluntad inquebrantable.

—Soreya nació del linaje de Rehnwën. Su madre la parió bajo la Llama del Juramento, rodeada por los sabios del templo, ante testigos de casas mayores. No hay duda en su origen. Y si alguno la insinúa, que lo diga ahora. Y que lo sostenga con acero.

La amenaza quedó flotando. No dicha abiertamente. No hacía falta.

Apoyó ambas manos en la mesa.

—Esta noche, la Piedra de la Sangre la aceptará. Y con ella, el Reino.

No hubo votación. Solo un asentimiento tácito.




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