Hace varias semanas, cuando inició mi segundo año de preparatoria, pasó algo curioso; me di cuenta de que mi cabello estaba larguísimo.
Al mirarme frente al espejo no podía creerlo. Había crecido sin control durante las vacaciones y ahora las puntas me llegaban a la cadera.
Los primeros días de escuela fue todo un lío tener que arreglármelo cada mañana. Entonces empecé a usar un tratamiento especial y un champú muy caro que me regaló mi mamá.
No quería empezar a seguir sus consejos porque siempre me echa en cara todo. Y en cuanto se dé cuenta de que usé el champú, volverá con la misma cantaleta de siempre: qué porque no me pongo labial, qué porque no uso aretes, qué cuando voy a usar perfume. ¿Cómo se atreve? Puedo contar con los dedos de la mano las veces que la he visto con labial.
Cuando le recrimino su hipocresía solo se limita a mirarme sobre el hombro.
—Mis investigaciones son demasiado importantes como para preocuparme por la vanidad femenina. Pero tú no eres Investigadora ¿O sí? No quisiste seguir el camino de tu madre.
En fin.
El champú funcionó y ahora mi cabello no es tan difícil de cepillar. De todos modos, al final terminé haciéndome una trenza. Es más fácil de manejar y así no tengo que ponerle tanto esmero a cepillarlo cada mañana.
Me gusta mucho mi trenza y por eso me compré muchos moños muy bonitos para adornarla. Tengo una caja llena de ellos. Son cincuenta y cuatro. Es decir, podría usar uno diferente cada semana. Aunque me gustaría tener más. Unos cuatrocientos. Así podría usar uno diferente cada día.
¡Eso sería genial!
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Editado: 05.11.2024