Hace un mes aproximadamente comencé a juntarme con un chico llamado Mateo.
Es extraño ahora que lo miro en retrospectiva.
Durante mucho tiempo esperé que este día llegara. El día en que alguien por fin se acercara a mí para platicar.
Creí que el día en que tuviera a mi primer amigo en la preparatoria lo recordaría por el resto de mi vida. Pero todo fue tan gradual que ni me di cuenta del momento en que pasamos de compañerismo a amistad.
Todo comenzó así:
Un miércoles, mientras esperaba a que iniciara la clase, leía “La Saga de Mirland” una de mis novelas favoritas. Mateo se me acercó y empezamos a hablar sobre ello.
Creo que, en parte, nunca me di cuenta de lo que estaba pasando porque pensé que Mateo solo me hablaba por lástima. Me ha pasado antes. Se suelen acercar personas para platicar de algo y, como no tengo nada que decirles, terminan marchándose.
Así, poco a poco fuimos conectando. Antes hablamos solo entre clases, y ahora hasta nos sentamos juntos. Cambió su lugar con Betty, la chica que se sentaba en la banca a mi izquierda. No podía creerlo, pero lo hizo.
Lo que más me gusta de todo esto es darme cuenta de lo distinto que es tener una persona a tu lado. Es decir, no me sentiría a gusto en un grupito de tres o más personas. Sería como meterme en una pecera atestada de criaturas marinas donde me costaría nadar, y tendría que limitarme a flotar en una de las esquinas.
Si es solo una persona, me siento todo lo cómoda que podría estar.
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Editado: 05.11.2024