La apuesta con la virgen

3: Un maldito café

Milo

Al abrir mis ojos la mañana siguiente supe que algo había cambiado, ¿mi mente quizá? Ahora al tener un propósito en la vida, que era asegurarme de que Lisa Vega cantara la información de su familia como un pajarito, me sentía motivado a levantarme de la cama y afrontar mi aburrida vida diaria.

Me preparé como de costumbre y me despedí de la única persona que siempre estaba en casa a tan temprana hora. Ella era la anciana que cuidaba de que todo se cumpliera según los deseos de mis padres.

Revisé el GPS de mi camioneta y me dirigí hacia las calles que, esperaba, Lisa recorriera de manera habitual. No llevaba muchas esperanzas, ya que como era sabido, la mayoría de mis compañeros de educación llegaban al colegio en autos particulares manejados por un chofer o en sus propios vehículos.

Tarareaba una canción cuando la vi.

Allí de pie frente a una gomería de paso estaba mi blanco. Ella lucía igual a todos los días y miraba con impaciencia al sujeto que le tendía una manguera de aire.

Sonreí y estacioné mi camioneta demasiado cerca de ellos, como para que me notasen. No que pudiesen ignorar el tamaño de una Volkswagen T-cross de vidrios tintados y llantas cromadas. Era mi nena y mi no tan secreto orgullo.

Bajé el cristal de la ventanilla del asiento del copiloto.

—Hola —sonreí con simpatía, mostrando mis dientes. —¿Necesitas ayuda? ¿Quieres que te lleve? —Lisa miró los alrededores y detrás de ella, sin contestar a mi pregunta, y supongo que esperando a que el tipo que sostenía la maguera de aire hablase en su lugar. —Te estoy hablando a ti, Lisa Vega.

Ella se sonrojó y bajó la cabeza, cubriendo su rostro con su cabello.

Maldición, era tan tonta.

—Oh —susurró. —No es necesario, Milo. Estoy bien.

¿Qué?

Su respuesta me desconcertó, yo esperaba que ella se lanzase sobre mi camioneta y sonriera dichosa de la vida por tan grande oportunidad.

—Vas a llegar tarde a la primera clase —insistí estúpidamente y me di cuenta de que ella se resistía a blanquear sus ojos. Vaya, tenía carácter la tontita. —Puedo llevarte —miré el interior de la gomería donde al parecer arreglaban su… bicicleta. —Déjala aquí y pasas a recogerla a la salida.

La sangre me hirvió cuando el hombre que hablaba con ella fue quien la convenció de marcharse conmigo. Él le dijo que demoraría demasiado en arreglar la pinchadura de su rueda trasera de su bicicleta y que era conveniente que pasase más tarde por ella. Él terminó por asegurarle que la tendría lista cuando Lisa viniese por ella y que esta vez el arreglo le duraría más tiempo.

Lisa, de manera educada, asintió y se despidió con una sonrisa.

—Gracias, Milo —dijo cuando subió finalmente a mi camioneta. Sus ojos llenos de cautela y curiosidad. Una vez en el asiento del pasajero noté que se veía realmente incomoda.

Sonreí para mi mismo y me acerqué peligrosamente a su lado.

Lisa contuvo el aliento. Debía reconocerle que, para verse tan tonta, olía bastante bien. A cítricos y algo suave, como jabón de almendras.

Me gustaba. Al menos mi padecimiento se vería mermado por el rico aroma que su cuerpo desprendía.

—El cinturón —dije lamiendo mis labios y con una sonrisita que simulaba ser tímida. La muy tonta cayó redondita y con un torpe asentimiento, me permitió abrocharle la correa. —Listo, ya estamos.

El viaje de unos dos kilómetros hasta el colegio era silencioso e incómodo. Lisa parecía lista para saltar por la ventanilla en cuanto yo hiciese algún movimiento brusco. Eso me divertía e irritaba a partes iguales.

Sin embargo, animado por su timidez incliné mi mano y rocé su rodilla desnuda. Ella reprimió un grito y se pegó con fuerza a la puerta.

—Jesús, cálmate —pedí con una risilla. Ah, sería tan entretenido verla perder los colores. —Quería sacar un caramelo de la gaveta —señalé un pequeño compartimento entre nuestras piernas. —¿Quieres uno?

—No gracias.

Bufé.

—Puedes relajarte, no se me ocurriría hacerte nada en mi propio auto —le informé y luego, como quien no quiere la cosa, señalé la cámara sobre el espejo retrovisor. —Estoy vigilado veinticuatro siete. Mi padre tiene acceso a todas las filmaciones de lo que hago en mi automóvil.

Ella asintió, sin verme muy convencida.

—¿Y bien? —continué insistiendo en tener una charla que, a leguas se notaba era unidireccional. —¿Cuál es tu historia? —Lisa me miró sin entender. Señalé con mi pulgar la gomería que dejamos atrás. —¿Eres una amante del medio ambiente? Es extraño que te movilices en una bicicleta.

—¿Por qué es extraño?

Me encogí de hombros y maniobré mi camioneta para hacer un pequeño desvío.

Hoy se me antojaba un café expreso.

—Ya sabes, todos se manejan en sus propios vehículos o tienen un chofer. ¿Qué hay de ti? ¿Tu familia no exige que sea el chofer de la casa quien te trae a la escuela?

¿Así o más obvio, Einstein?




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