La apuesta con la virgen

5: Alarmas y advertencias

Lisa

Milo se comportó como un caballero durante todo el camino hacía el lugar donde arreglaban mi bicicleta. Conversamos de todo y de nada al mismo tiempo. Los temas eran banales e iban desde el colegio y nuestros compañeros, hasta parte de nuestra vida.

En más de una ocasión me quedé callada cuando él preguntaba por mi familia o quería entender porqué yo no era como los demás en el colegio.

¿Por qué no tenía un chofer? ¿Por qué no iba a las fiestas que los demás organizaban? ¿Y por qué mi apellido no era tan famoso como el de los otros?

Me mordí las respuestas a todas esas preguntas. No podía contarle a él los secretos sucios de mi familia, no sin exponer las cosas malas que mamá había hecho y como mi hermano y yo éramos el fruto de las infidelidad de mi padre.

—Lo siento —dijo él de pronto, al acercarnos a la calle donde estaba localizada la gomería. —No quise incomodarte.

—No te preocupes, no lo hiciste —esperé a que estacionara su camioneta para agradecerle nuevamente y salir. —Nos vemos otro día, gracias Milo.

Su ceño se frunció con desconcierto.

—Espera, Lisa —me detuvo. —Te llevaré hasta tu casa.

—No es necesario, en serio.

Me despedí nuevamente e ingresé a la gomería del señor Felipe sin mirar atrás. Él me esperaba con una sonrisa y cuando me entregó mi bicicleta se aseguró de hacerme un descuento especial. Sus palabras de que “esperaba que el joven Lovenksco estuviese contento con su amabilidad”, me perturbaron. ¿A qué se refería?

Cuando estaba sentada cómodamente en mi asiento y apunto de poner el pie en el pedal, una cálida mano tomó mi brazo.

Milo.

Mi respiración se quedó en mis pulmones y no fui capaz de reaccionar a tiempo. Él me bajó de la bicicleta y me animó a ir hacía su camioneta.

—Te dije que te llevaría hasta tu casa —dijo con voz firme, y sin lugar a dudas, con un tono que no admitía replicas. —Quiero ser tu amigo, Lisa. ¿Es tan difícil de entender?

—¿Qué?

Él tomó mi mano, me dirigió hacía la puerta del acompañante e indicó que subiera, y así lo hice. Milo subió a continuación y colocó la traba de seguridad. Las alarmas se encendieron en mi cabeza, pero me las arreglé para fingir que no me encontraba tan asustada.

—Estoy intentando ser amable contigo —explicó. —Sé que no soy el mejor prospecto de confianza, pero te pido al menos una oportunidad. En serio que no quise hacerte sentir incomoda, solo quiero saber sobre ti.

Miré mis manos de reojo y busqué una vía de escape. No quería ser exagerada, pero mi instinto de supervivencia me instaba a salir corriendo de allí. Nadie podría ver lo que sucediera en el interior de su camioneta debido a que tenía vidrios tintados.

—¿Por qué? —pregunté.

—¿Por qué, qué? —dijo de vuelta sin quitar sus ojos de los míos. Diablos, me sorprendí al notar que eran de un celeste muy claro con suaves motitas de color plata.

—¿Por qué quieres ser mi amigo? —susurré sintiéndome temerosa a verlo acercarse más a mi. —¿Por qué ahora con tanta insistencia si nunca antes mostraste interés en mi?

Una gran sonrisa se abrió paso en su rostro. Noté allí que Milo tenía una piel hermosa también, sin rastros de acné y llena de vida. Un indicio de barba oscura, como su cabello, salpicaba la zona de su barbilla y el labio superior.

¡Que envidia! Tan guapo y escalofriante.

—Vaya, tienes audacia —habló sorprendido. ¿No esperaba esa respuesta de mi parte? —Mi interés se debe a que vi a Vanesa acosándote y me hizo preguntarme porqué lo hacía. Quiero conocerte… y ser tu amigo, Lisa.

Traté de no sentirme tan decepcionada de que me advirtiera que solamente tendría acceso a la zona de amigos con él.

—Nunca le hice nada a ella —le conté. —Me odia por un comentario desafortunado. Nunca quise convertirme en el centro de su atención.

Milo rio.

—Te tienes en muy alta estima si crees que eres el centro de su atención —concluyó. —Creo que te odia simplemente porque es una imbécil.

Sonreí, sí se podía resumir de esa manera también.

—¿Vas a llevarme a casa? —pregunté desviando su atención de mi rostro. Milo parecía fascinado con el flequillo que cubría mis ojos. —Te daré la dirección.

Él me ofreció su mano, y lo miré con extrañeza.

—¿Tregua? —ofreció. —¿Podemos empezar de nuevo e intentar tener una bonita amistad? No aceptaré un no como respuesta —señaló lo obvio.

—Está bien —coincidí sintiendo que un pesado yunque se levantaba de mi espalda. Aceptaría lo que fuese que Milo me ofreciera. Así de patética era. —Amigos.

Milo me llevó hasta la puerta de mi casa y me ayudó a bajar mi bicicleta de la parte trasera de su camioneta. Noté que le daba una mirada fugaz a la fachada común del exterior de mi hogar y luego, cuando le invité un vaso de limonada, declinó con educación.

—Nos vemos mañana —se despidió dándome una larga mirada que me hizo vibrar el cuerpo. —Que descanses, Lisa.




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