La ardilla que salvó a toda una nación

Capitulo 1

Les doy la bienvenida a todos. Quiero compartir con ustedes una de las historias más queridas e influyentes de nuestro mundo. Como muchos saben, el reino donde tuvo lugar esta historia permanece en el misterio, junto con los nombres de muchos de sus personajes. Sin embargo, puedo asegurarles que esta historia ocurrió. Varios magos arqueólogos, equipados con tecnología de precisión avanzada, lograron desenterrar y datar fragmentos de vasijas dedicadas a una ardilla muy especial. Pudieron fechar los restos de plantas en más de tres mil años, señalando una ubicación al norte del continente de “Apas”, entre los reinos de Wusata y Maka. Los únicos nombres que se rescataron de los recipientes de flores fueron “Yoleh” y su ardilla. Gracias a estas piezas de información, podemos afirmar con certeza que nuestro pequeño héroe se llamaba “Nube”, la ardilla de cola blanca.

A través de los siglos, esta historia se ha transmitido en forma de cuentos y leyendas, disfrutada tanto por campesinos de aldeas como por reyes y emperatrices. Y como ellos, llévense con ustedes esta historia de lo que un pequeño ser fue capaz de lograr. Recuerden que los héroes pueden surgir en cualquier forma, incluso en el cuerpo de un animalito que, a su manera, entregó todo para cambiar el destino de su mundo.

Sin más demora, les presento:

—La ardilla que salvó a toda una nación—

Capítulo 1

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Yoleh seguía adentrándose en el bosque, incluso cuando la noche comenzaba a devorar los últimos resquicios de luz del atardecer. Sus ojos escudriñaban el lugar, buscando detrás de rocas y troncos, sin encontrar lo que necesitaba, ni siquiera un arbusto pequeño. No podía permitirse descansar; cada minuto perdido podía ser fatal. Muchas personas dependían de él, y en especial un niño de apenas cinco años.
Una voz en su mente le advertía que pudiera estar cometiendo un error, que quizá podría continuar la búsqueda al día siguiente. Pero en su corazón sabía que su pequeño paciente no sobrevivirá hasta entonces. Pasan otros diez minutos, y la oscuridad comienza a volverse abrumadora para sus ojos cansados y rodeados de arrugas, con cejas pesadas que casi cubren su mirada. Sentía el frío de la noche congelándole los huesos, así que saca de su bolsa un abrigo lleno de parches y una vieja lámpara de vela, la cual enciende de inmediato.
—Por favor, Iris, ayúdame… necesito encontrar esas hojas —murmura al viento.
No puede evitar tropezarse con una raíz que sobresalía del suelo. Aunque no se lastima, el vidrio de la lámpara se rompe en mil pedazos, apagando su única fuente de luz. Por un momento, siente que no puede seguir más. Piensa, que quizás sería mejor quedarse allí, en el bosque, en vez de regresar y enfrentar los ojos tristes de los padres del niño. Sin embargo, una sensación de responsabilidad lo impulsa a hacer más. Con las manos sobre la tierra, comienza a orar, suplicando con fervor, recordando a Tama. Y como si su plegaria hubiera sido escuchada, un par de luciérnagas comienzan a brillar sobre un arbusto cercano.
—Gracias… gracias —exclama con una sonrisa que no había podido mostrar en mucho tiempo.
Sin perder un segundo, agarra su bolsa y comienza a llenarla con las hojas. A medida que lo hace, un profundo alivio lo envuelve; la tensión y el miedo que lo habían acompañado todo el día comienzan a disiparse. Ahora solo queda regresar, y sorprendentemente, las luciérnagas siguen flotando a su alrededor, formando un sendero de luz que él sigue casi sin pensar. Para su asombro, en menos de una hora logra salir del bosque y llega justo al lugar donde dejó a su querido burro, que al verlo comienza a rebuznar alegremente. Siente una punzada de culpa por haberlo olvidado en su momento de desesperación.

Se sube a su pequeño carruaje, y juntos emprenden el viaje de regreso a su casa. Mientras avanzan bajo el cielo estrellado, piensa que la Diosa debe haber intervenido esta noche.

En mitad de la noche, alguien golpea la puerta de una casa, apresurando a una pareja a apartarse de la cama de su hijo. Al abrir la puerta, encuentran a su ángel salvador, y al ver su sonrisa cansada pero triunfante, no pueden contener las lágrimas. El anciano saca rápidamente una poción de su bolsa y se dirige a la cama del pequeño Marco. Los padres, tomados de las manos, aguantando la respiración, observan cómo Yoleh vierte el líquido de la botella en la boca de su hijo.
—Aquí les dejo otra botella para que se la den en la madrugada —les indica con calma.
El padre, notando el agotamiento en los ojos del anciano, le ofrece un asiento, pero él explica que todavía hay otras casas que debe visitar; su trabajo aún no ha terminado.
—No sé cómo agradecerte —dice el hombre, con los ojos enrojecidos y el cabello cubierto de polvo—. Por favor, toma esto, es lo único que tengo.
Intenta darle las pocas monedas que guarda, pero el anciano las rechaza amablemente y le sugiere que las use para su hijo. En lugar de dinero, recibe un abrazo fuerte y profundo de ambos padres, quienes también le ofrecen un plato de comida para el camino.

Los padres observan cómo el anciano y su burro se alejan hacia la siguiente casa. Al cerrar la puerta, vuelven junto a su hijo.

Durante el resto de la noche, el anciano recorre otras casas, repartiendo su medicina. Cuando al fin termina, el amanecer se asoma en el horizonte. Exhausto, regresa a su hogar, su carruaje cargado con pequeños obsequios de gratitud: quesos frescos, platos de comida, canastas de huevos, frutas e incluso alfalfa para su fiel compañero. Al llegar, cae rendido en la cama, quedándose dormido al instante, con las botas aún puestas. Su burro entra al cuarto y, con un suspiro cansado, se acurruca al lado de su cama, también vencido por el sueño.

Después de un largo y merecido descanso, Yoleh se despierta al atardecer, cerca de las cinco. Su fiel compañero, como de costumbre, ya está en su rincón, disfrutando de la alfalfa que siempre deja a su alcance. Lo observa masticar con satisfacción en la esquina de la cocina, un espacio que es prácticamente su propio cuarto.
Al ponerse de pie, siente un dolor agudo en la espalda; cada día parece traerle una nueva dolencia. La carga de ser mortal y humano se sentía, a veces, como una especie de castigo. Se sienta en el borde de la cama un momento, mirando a través de la ventana, recordando otros días en que siempre había alguien esperándolo. Hoy, en cambio, no había nadie.
Antes de salir de su cuarto, va al baño para lavarse la boca y la cara. Decide que, en lugar de cocinar, probará uno de los platos que le obsequiaron la noche anterior. Saca uno que parece un guiso de carne de cerdo y lo coloca en una olla para calentarlo. En pocos segundos, el aroma delicioso comienza a llenar el ambiente, algo que no pasa desapercibido para su burro, que lanza un fuerte rebuzno y se acerca buscando un bocado.
—Jefe, no creo que el cerdo sea de tu agrado. Mejor prueba esto —le dice Yoleh, ofreciéndole una banana.
Con la fruta en el hocico, el burro se retira contento a su esquina para disfrutarla a solas.




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