Capitulo 2
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Los días pasan, y Yoleh no deja de visitar a sus pacientes para monitorear su recuperación. Uno de ellos, Marco, lo llama cariñosamente "abuelito" cada vez que lo ve.
—Hola, abuelito, ¿puedo salir a jugar? —pregunta Marco con esperanza, abrazando con fuerza sus soldados de juguete.
Después de examinarlo cuidadosamente, Yoleh le sonríe y responde:
—Mañana vas a poder salir de la cama, bien hecho —dice, satisfecho al ver la alegría del niño.
Marco recibe la noticia con un grito de entusiasmo:
—¡Mami, ¿escuchaste?! ¡Mañana podré salir!
Su madre lo envuelve en un abrazo fuerte, y luego, al volverse hacia Yoleh, le agradece de corazón por todo lo que ha hecho. Como es costumbre, le prepara unos platos de comida para que se los lleve, y tras un beso de despedida en la mejilla, Yoleh les promete que los visitará la próxima semana para una última revisión.
Mientras viaja de regreso por el camino, se siente más relajado, aunque una pregunta persiste en su mente: ¿habrán logrado detener la plaga en otros lugares? Está convencido de que la Diosa debió de haber intervenido, como lo hizo aquella noche. Sobre todo, se siente aliviado de haber podido ayudar a los niños de su pueblo y de que pronto podrán retomar sus vidas.
Pasados unos minutos, Jefe rebuzna y le alerta de algo en el camino. Al principio, Yoleh no distingue nada con claridad, así que se coloca sus anteojos y entrecierra los ojos para enfocar mejor. Nota una pequeña figura que intentaba cruzar la carretera. Se detiene, desciende de la carreta y se acerca, esperando encontrar una tortuga o un sapo. Sin embargo, se sorprende al ver que se trataba de una pequeña ardilla de apenas unos meses de edad, que probablemente se cayó de algún nido cercano. Al examinar los alrededores, no encuentra rastro de su hogar y se rinde ante la espesura del bosque. Regresa a ver la ardilla, que parece algo desnutrida; probablemente el hambre la llevó hasta ese lugar.
Yoleh, sin saber mucho sobre ardillas, decide dejarla allí, pero el remordimiento comienza a carcomerlo al verlo luchar para cruzar la carretera. Trata de apartar la mirada y regresa junto a Jefe, que lo observa con ojos que él imagina cargados de preocupación.
—No puedo hacer nada, no me mires de esa forma. Sabes que estoy muy ocupado —le dice Yoleh, aunque en el fondo sabe que es una excusa—. Tenemos que regresar y preparar más medicina.
Se sube a la carreta y está a punto de retomar el camino, pero su corazón insiste en que ayude al pequeño animal. Intenta ignorar ese impulso, pero no puede evitar recordar a su propio hijo, que de seguro lo está observando. Con un pesado suspiro, vuelve a descender y se acerca de nuevo a la ardilla, solo para descubrir que ahora yace inmóvil.
La ardilla no comprende lo que está ocurriendo; apenas puede oír, y al abrir los ojos, descubre que está en un lugar extraño. Un gigante se le acerca y comienza a hablarle. Intenta huir, pero su cuerpo no le responde, así que cierra los ojos de nuevo, deseando que esta pesadilla termine. En lugar que eso suceda, el gigante lo levanta suavemente. Aterrado, imagina que sus huesos serán triturados y, con sus débiles patas, empuja las enormes manos que lo sostienen. Lo intenta una y otra vez, pero es inútil.
De repente, algo suave y cálido toca su boca, y de puro instinto comienza a succionar. Sorprendentemente, lo que fluye era leche, una que era dulce y muy rica. Sin pensarlo, se entrega al momento, llenando su pequeño estómago. Cuando finalmente abre los ojos, el gigante lo coloca en un sitio bien cómodo. Satisfecho y seguro, se relaja y pronto se queda dormido.
Yoleh observa a la pequeña criatura con una mezcla de curiosidad y anhelo. Parece que la ardilla no va a tener ningún problema en recuperarse; al final, solo necesitaba un poco de alimento. Sin perder más tiempo, se dirige a su laboratorio para preparar las medicinas que le quedan por hacer. Las horas pasan, y oye los leves chirridos de su nuevo huésped.
—¿Cómo estás? —pregunta, notando que la ardilla se mueve con algo más de energía—. ¿Cómo te llamas?
Se da cuenta de que es una pregunta absurda, pero algo en la ardilla le llama la atención. Su cola, cubierta de un pelaje espeso y blanco como una nube, contrasta con el resto de su cuerpo. Mirando a Jefe, que sigue comiendo su paja sin darle importancia, se ríe al recordar el nombre que le puso. Bueno, no se le ocurre nada mejor, así que decide llamarlo “Nube”.
—Desde hoy, tú vas a ser Nube. ¿Te gusta? —le pregunta, ofreciéndole más leche.
La ardilla sigue chupando la pequeña mamadera, y al mirarlo, parece que le gustaba ese nombre. Yoleh se ríe de sí mismo, pensando que quizás se está volviendo un poco loco. Después de todo, los animales no pueden comprender ni sentir como los humanos.
Esa tarde, los tres salen a contemplar las estrellas. Aparte de preparar medicinas, Yoleh no tiene mucho más que hacer. Si no fuera por eso y por la compañía de Jefe, probablemente ya habría caído en una profunda depresión. Cierra los ojos, acariciando su barba, mientras su mente se pierde en recuerdos de tiempos más felices, de la vida que compartió con su familia. Si su querido hijo estuviera vivo, ya tendría su propia familia.
Con Jefe acomodado a su lado y su nuevo amigo en su regazo cubierto por una parte de su abrigo, Yoleh saca su bola de sonidos. La bola de sonidos, o radio, está hecha de cristal con un par de diales, diseñada para captar transmisiones invisibles, que por el momento solo entregaba estáticas. El aparato tenía solo dos diales: uno para ajustar la recepción y otro para el volumen. Tras varios intentos frustrados, Yoleh estaba a punto de rendirse cuando, para sorpresa de los tres, una melodía de guitarra comienza a sonar, suave y melancólica. Con una sonrisa, Yoleh le sube el volumen.
—Qué bonita canción, me recuerda a esos lugares junto al mar —comenta con nostalgia.