La Batalla de los Treinta y Dos (libro Final)

Prólogo

El ligero temblor que el vehículo experimentaba por las desnivelaciones del suelo era algo que sus pasajeros encontraban reconfortante. Mas nadie podía evitar dedicarle miradas esporádicas y de cautela al joven que lucía tan fuera de lugar en su asiento, el cual se veía diminuto en comparación del considerable tamaño de su ocupante. El joven que parecía pertenecer a una olimpiada de levantamiento de pesas, tenía los ojos cerrados como si tratara de enfocarse en el movimiento del autobús para relajarse después de un largo día; su cabeza reposaba en la ventanilla, la cual mostraba el cielo anaranjado con el atardecer, un espectáculo bello para el resto de los viajantes, pero que a él le hacía estremecerse ligeramente desde hacía algunas semanas.

Sintió a alguien sentarse a su lado y reacomodó el paquete de papeles en blanco que llevaba sobre sus piernas para darle espacio a la otra persona.

-¿Estás bien? – le preguntó la señora de a la par. – El viajar en bus me marea, ¿te sucede lo mismo?

Se vio forzado a abrir los ojos y dirigirle la palabra. – No. Estoy bien …sólo cansado.

La señora era de la tercera edad; tenía un rostro dulce y agradable. - Ya veo. ¿Qué edad tienes? Te ves joven, ¿estás estudiando?

De pronto, él sintió que un ataque se aproximaba, pero no pudo hacer nada para evitarlo. El autobús recibió un tremendo golpe en el costado izquierdo; la gente se sacudió horriblemente y el vehículo volcó creando un estruendoso rechino mientras se arrastraba sobre el pavimento; el ruido amortiguó los gritos de los pasajeros que caían y rodaban. 

Cuando finalmente se detuvo, el autobús se quedó quieto de lado.

Gruñendo, el joven se levantó lo más rápido que pudo; por la posición en la que habían estado, la señora había quedado inconsciente debajo de él. Después de un segundo gruñido, con ágiles movimientos se dirigió hacia arriba en donde estaba la ventana que ahora mostraba el anochecer y la quebró con un potente codazo.

Afuera ya estaban acercándose los transeúntes conmocionados.

-¿Están bien? – preguntó un hombre al ver al joven salir.

-¡Ayúdenme a sacarlos! – exclamó él antes de quebrar una segunda ventana. Luego, regresó a la primera e ingresó nuevamente; con gentileza tomó a la señora entre sus brazos y logró salir con algo de dificultad. Mientras, el resto de pasajeros magullados intentaban salir siendo auxiliados por las personas de afuera.

Una mujer se acercó corriendo a él. -¿Está viva? – preguntó.

Él dejó a la señora sobre el suelo. -Sí, – dijo luego de cerciorarse del pulso y la respiración. – Necesita ir al hospital.

-Ya llamamos a una ambulancia.

¡El chofer también está inconsciente! – notificó alguien que había abierto la puerta del autobús y se introducía por ella.

El joven se puso de pie aun al lado de la señora y escaneó el área.  Muchas personas se habían acercado y otras se quedaron heladas mirando a una distancia segura, susurrando y tomando fotografías y videos. El culpable del supuesto accidente se mantenía cerca, lo sabía, pero no podía identificarlo; probablemente no era ninguno de los que estaban a su alrededor. No, innegablemente preferiría ver todo desde arriba, seguramente en algún balcón o terraza de alguno de esos edificios. 

A lo lejos se escuchó una ambulancia. Más personas se habían acercado a ayudar; ya casi todos los que habían estado dentro del bus se encontraban jadeando, intentando calmarse con el aire fresco de la noche.

-¿Qué sucedió?

-¿Cómo volcó?

-¿Alguien vio algo?

-¿Hay muertos?

Frustrado, el joven se pasó la mano por la frente; ingresó al bus una última vez, encontró el paquete que llevaba antes y salió; decidió alejarse cuando la ambulancia había llegado. 

Veinte minutos después, entró en su apartamento sintiéndose aún molesto. Continuaba detectando la presencia del responsable del ataque; era alguien que lo acosaba constantemente desde hacía semanas; intentaba ignorarlo, pero situaciones como la de aquella noche se estaban haciendo más frecuentes y cada vez le era menos posible mantener su paciencia.

Encendió la luz de su pequeño apartamento notando la ausencia de su compañero de cuarto que evidentemente estaba dormido. Dejó el paquete que llevaba bajo el brazo sobre una pequeña mesa de trabajo; a la par, había un marco puesto hacia abajo de tal manera que ocultaba la fotografía en él, lo enderezó y contempló por unos segundos las imágenes de Reff y su hermana que había muerto hacía diez meses, pero a él le parecía que había transcurrido años.

Todas las noches encontraba la fotografía oculta de esa manera, no importaba cuántas veces él la enderezara, Reff siempre la recostaba al anochecer. Los ocho Peones se habían querido entre sí, pero Diana había sido un vínculo especial para ambos.

Alrededor de la fotografía había una gran cantidad de papeles esparcidos, todos llenos de cálculos matemáticos. Sin comprender por qué, Reff tuvo la compulsión de resolver ecuaciones un tiempo después de la muerte de su hermana; era todo lo que hacía durante el día.

El joven recogió los papeles usados, los rompió y los tiró al bote de basura, cuando hubo terminado con casi todos, encontró debajo de ellos un papel más grueso que los demás; cuando lo recogió se dio cuenta que era una carta de la Universidad de Harvard dirigida a Reff; la fecha indicaba que había sido recibida hacía varios días aunque aún estaba sellada. Debajo de ella había un papel más delgado que tenía un párrafo escrito. Abrió el sobre sabiendo que a Reff no le molestaría. 




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